Sin ningún encargo a la vista, no se sabe por qué Mozart se vio forzado a escribir sus tres últimas sinfonías en un tiempo record de seis semanas, durante el verano de 1788, uno de las etapas más tristes de su vida, pues a su precaria situación económica se sumó que el estreno de su Don Giovanni en Viena había sido un fracaso y, sobre todo, porque tres días después de terminar la 39 murió su hija Teresa, nacida el año anterior.
Clasificadas en su época vienesa, las sinfonías 39, 40 y 41 son verdaderas obras maestras del clasicismo formal vienés. Con ellas se culmina la colosal obra sinfónica iniciada por Haydn, anunciando el posterior romanticismo de los compositores centroeuropeos, aunque en su expresividad y dramatismo no existe ningún sentimiento romántico de la vida. Porque para Mozart la música era sólo eso, música. Sin connotaciones vitales y sentimentalismos, ajena a fortunas, pasiones o desgracias. Alegría, confianza y lucidez difíciles de explicar y que precisamente hace que su música sea universal.