Cae la tarde en la Ciudad Roja anunciada por el muecín desde la Koutoubia con ese inconfundible Allah Akbar que parece impregnarlo todo de misticismo, y la plaza Jamaa el Fna cambia de registro dando paso a los vendedores de ámbar, afeites e incienso. El cobre de las teteras desafía al comprador ávido de gangas con sus últimos destellos y las tatuadoras de henna que, por unos dirhams más te leen el futuro, sonríen, tras el velo. El encantador de serpientes ha hecho ya su aparición, igual que los magos, los cuentacuentos y algún Alí-Babá despistado.
Huele a especias, a cuero, a menta, a comino a todo junto. huele a té en la plaza, y el ruido de gente se mezcla con el enjambre de motos, con las risas de los niños, con el murmullo del rezo en las mezquitas y con la vida. De entre columnas de humo emergen los miles de puestos de comida preparados para celebrar la fiesta de los sentidos, y arriba, en la terraza del Café de la France, miles de turistas se agolpan como cada tarde para despedir al sol.
Ha sido un día duro en Marrakech. Husmeando en el zoco, visitando la Madrassa Ibn Youssef y asomándose a su mezquita, pateando la Kashba bajo un sol abrasador, visitando el monumento a Yves Saint Laurent en los Jardines Majorelle, y cómo no regateando por el juego mismo de hacerlo. A esta hora, cuando llega la noche, lo único que apetece ya es llegar al hotel, quitarse las babuchas y relajarse en su spa antes de una magnífica cena.
Y como si de un cuento se tratara, el deseo se cumple cuando emerge en el Palmeral, a los pies del Atlas, un precioso palacio tradicional, un oasis de serenidad en mitad de la enérgica ciudad bereber que invita al descanso, a la contemplación y al dolce far niente: el Hotel Palmeraie Golf Palace, todo un lujo árabe de cinco estrellas.
Salam aleikum.
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