Calígula. Festival Teatro Clásico de Mérida 2017.
Escena

Calígula, el tirano que quiso tomar la luna por asalto

Mario Gas encara el poder, la corrupción, la maldad, la arbitrariedad a través de un Calígula completamente lúcido, nihilista y desesperanzado.

Es viernes. Son las 11 de las noche y la temperatura apenas baja de los 35 grados. Ante mí la escena, un pórtico colosal que data de los tiempos de Trajano; detrás el graderío apoyado en el cerro de San Albín. Sentada en la tercera fila, el alarido de Cayo Julio César Augusto Germánico escuece como un azote, el amor no es nada. Quiero la luna en mis manos. Como el látigo del déspota que fue: implacable, cruel, caprichoso. El que esgrimió contra su pueblo y su corifeo sin el mínimo asomo de piedad. No está loco ni enfermo. Calígula es un ser destructivo. Un sátrapa que abraza a la muerte. Un enemigo que la sociedad debe eliminar para sobrevivir.

La noche arde. En el foso emeritense se achicharran las arbitrariedades de un Calígula lúcido, consciente de su maldad. Así es como ha querido presentarlo Mario Gas. Aferrado a los dictados dramáticos de Albert Camus, el director uruguayo estrena en Mérida una versión nada ortodoxa sobre la personalidad del tirano. El detonante de toda esa distorsión es la muerte de Drusila. Su hermana, su amante, ¿su obsesión?

Fumar sería un sacrilegio. Una ofensa contra la belleza de un entorno milenario, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1993. Sólo el agua fresca de la botella que llevo en el bolso me ayuda a digerir el profundo absurdo que estoy a punto de contemplar.

Pablo —Calígula— Derqui irrumpe en el escenario tres días después de la tragedia de Drusila. Deshecho, exhausto, desnudo, rasga el blanco de la escena vestido de negro. Como su alma. Como su fiel Helicón (Xavier Ripoll) y su cómplice Cesonia, interpretada por una brillante Mónica López. A partir de ese momento sólo puedo ponerme del lado de la luz. Lo intento, pero la oscuridad desvalija cualquier atisbo de discernimiento. Hasta la luna se encapota, víctima del manto sombrío del abuso, la corrupción y la fragilidad de la existencia que proyecta el emperador. No es posible salir indemne del cataclismo.

Calígula oficia una ceremonia brutal sobre la desesperanza en la que se permite todos los desvaríos de un perturbado. Sin serlo. Hasta fanfarronear de su imagen divina, evocando a David Bowie (relámpago en el rostro incluido) a golpe de Let’s dance, mientras se pavonea entre un Joker histriónico y una Máscara siniestra.

Me quedo absorta contemplando esa performance aciaga, como el preámbulo a la espiral suicida que está por llegar. A Calígula sólo le queda el combate que emprendió contra sí mismo, la búsqueda de un verdugo que liquide, de una vez por todas, su desaliento. Sin embargo, ese grito perverso, Todavía estoy vivo, late sobre el escenario como la advertencia final del animal herido: entre los estertores de la muerte, aún puede provocar terror.

La obra cumbre de Albert Camus se subió el pasado fin de semana a la escena del Teatro Romano de Mérida para reflexionar sobre el poder, la corrupción, la maldad, la arbitrariedad y la fragilidad de la existencia, y volverá a hacerlo el próximo (del 20 al 23 de julio) sobre las tablas del Teatro Grec de Barcelona.

Mientras, en Mérida, bajo el cielo estrellado ya sin luna, Paco Azorín repetirá como escenógrafo con Troyanas, el tercer estreno absoluto de la 63 edición del festival. Una propuesta rotundamente diferente a la de la semana pasada, inspirada en las durísimas imágenes de la matanza de la ciudad siria de Hula (2012), que pondrá voz a las mujeres víctimas de todas las guerras.

A partir del 19 de julio, Carme Portaceli presenta la obra de Eurípides en una versión del dramaturgo Alberto Conejero. Provista de un marcado componente político y social, Aitana Sánchez-Gijón y Héctor Alterio —junto a Alba Flores, Maggie Civantos, Miriam Iscla, Pepa López y Gabriela Flores— subirán a escena esta nueva adaptación del texto griego.

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