En el siglo XVIII había una gran afición por la copla y el baile extendida por igual en los dominios españoles a uno y otro lado del Atlántico. Los puertos que unían ambas orillas, en especial los de Cádiz y Huelva, servían de puente para el trasvase de mercancías, soldados, colonos y esclavos que favorecían el mestizaje con sus músicas y sus danzas. De esa fusión entre esclavos negros y castellanos viejos nació el fandango, una palabra usada para describir una danza que tuvo mucho éxito por su carácter sensual y festivo que, según algunos expertos, pudiera derivar del bantú fanda, que significa fiesta.
Los viajeros extranjeros no ocultaron su admiración por una danza que con tan sólo mencionarla evocaba una atmósfera española. En 1764, el conocido autor de El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro, Beaumarchais, escribió una carta al duque de la Valliére en la que describe que el fandango es el más popular de los bailes de España, cuya música posee una vivacidad extrema y cuyo entretenimiento esta centrado en hacer pasos o movimientos lascivos. Al poco tiempo, visitó la corte española el famoso aventurero veneciano Giacomo Casanova, que puntualizó que era la danza más loca que pueda imaginarse y que su sensualidad le causó escalofrío.
Puede resultar algo exagerado que a un hombre que estuvo encarcelado durante cuarenta y dos días por mantener un affaire con la mujer del Capitán General del ejército le conmocione un baile, pero su crónica refleja la enorme popularidad alcanzada por una danza de matices eróticos que contrastaba con la moral católica de la corte. Una provocación exótica que desde entonces se convirtió, como tantas otras provocaciones, en fuente de inspiración de los compositores europeos, desde Mozart a Scarlatti, pasando por Beethoven, Salieri, Mercadante, Boccherini, Schumann, Henze, Rimski-Kórsakov, o Gluck, que la incorporó a su ballet Don Juan.