Bruce Springsteen es Bruce Springsteen. Sirva esta perogrullada para explicar que a unos les encanta su nuevo álbum, “Western Stars”, y que para otros es un trabajo fallido, anodino, insustancial o simplemente una birria. Es Bruce, sin más. Aunque con eso tampoco queda claro lo que espera cada uno de este veterano músico. ¿Va a cambiar a sus 69 años? ¿nos va a sorprender de nuevo como lo hizo cuando irrumpió, lleno de fuerza, brillo y energía, o como cada vez que le dio una vuelta de tuerca a sus canciones para hacerlas más mayoritarias, más íntimas, más tradicionales, más…?
Francamente, el Bruce de aquellos inmensos e inigualables dos primeros álbumes se fue y nunca ha vuelto a aparecer. Se esfumó. Como ha pasado tantas veces con tantos otros. Es cierto que luego, entregó grandes discos, buenos discos, estupendos discos, discos correctos… Nunca ha hecho una mierda de disco. Y eso, en los tiempos que corren, con el negocio de la música cómo está, con los medios como están, con el mundo como está, es de agradecer. Esa es una cuestión a valorar.
El Jefe llevaba cinco años y medio sin publicar un nuevo disco. En ese tiempo América (y el mundo) ha cambiado bastante. Mucho. No hace falta enumerar todo, con decir Trump, el Brexit, la crisis, el neocapitalismo y el neoliberalismo (¿o era al revés?), la inmediatez de la inmediatez, la desaparición de las tradiciones (o de lo que se pensaba que era tradicional), la intransigencia, el conservadurismo de la clase obrera… Springsteen ya tiene una edad y él, que ha sido valedor y trovador de ese sueño en el que cualquiera, si trabaja duro, si lucha, si la persigue, encuentra un tramo de felicidad. Un pedazo, pequeño, de la tarta.
Antes de presentar este nuevo álbum, Bruce confesó su gusto por la música californiana de los años 70, una mezcla de country y mainstream, de comercialidad y buen gusto. Y por eso se alió con el productor Ron Aniello (ya se habían encontrado en “Wrecking Ball”, disco de 2012, y “High Hopes”, de 2014) para llenarlo de sonidos dulces, serenos y arreglos de cuerda. El resultado es muy cinematográfico y recuerda a las películas de John Wayne, tipo “Centauros Del Desierto” (“The Searchers”, John Ford, 1956), cuando la figura del protagonista queda recortada por la luz y se aleja buscando un destino. Bruce se va, musicalmente, buscando ese paraíso en donde sentarse ante el porche, fumar su pipa y ver un prado verde y unas cuantas reses pastando. Tras recorrer miles de millas, luchar en mil batallas y perder amigos y sueños, solo quiere un poco de paz. Olvido.
Al menos, Bruce no ha perdido ni voz ni buen gusto. No ha perdido inteligencia y una acertada mirada sobre su país. No ha perdido lo que le pertenece, pero ha perdido el sueño común. Si te gusta Springsteen te gustará este disco. Efectivamente. Es él. No quiere, porque posiblemente tampoco sepa cómo hacerlo o porque ya le pilla demasiado mayor, cambiar, reinventarse, crear otra estrella. El, en otro tiempo, fue una y aunque su fuego ya se apagó, su brillo sigue llegando hasta los mortales. Como decía el gran músico argentino Seba Rubín `la nostalgia ya no es lo que era´. Ni las esperanzas son más que deseos. Y estos, normalmente, se frustran. Muchos críticos musicales piensan que Velázquez pinto ochenta meninas, que Einsten tiene miles de fórmulas tipo E=mc2 o que el inventor de la rueda se pasó la vida en el registro… No, Bruce es Bruce y este es su disco número 19, es bonito, está bien hecho y tiene un delicioso sabor a derrota, a cansancio, a retirada. Y es honesto, muy honesto. Ese es su valor.
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