Que lleguen modas y se vayan ; que se impongan tendencias o no; sí pero que algunas cosas no cambien nunca. Como esas tabernas de toda la vida que salpican la geografía madrileña, que son muestra de los usos y costumbres de los barrios, que reúnen y unen en la misma barra a gente de aquí y de allá. Todos felices con la caña bien tirada, el vermuth de grifo y la tapa de la casa. Y que sobre todo esa casa llamada Los Chanquetes nunca cambie.
Han pasado los años y sigue con su fachada pintada en rojo y sus paredes cubiertas de carteles taurinos, de portadas que marcaron una época y de cabezas de toros que deleitaron al respetable con grandes tardes. Sigue, además, con la cocina de siempre. Con la calidad que tanta y buena fama le ha merecido pero eso sí, ahora en otras manos, en la de Pedro de Miguel, hijo. El que aprendió el oficio de su padre, toma el relevo e imprime frescura. Pero las buenas formas y las tradiciones siguen.
Como permanecen sus grandes clásicos: los boquerones más ricos de la Villa y Corte, los callos y el rabo de toro. La fritura y la cuchara. Los calamares a la romana, las croquetas que unos días son de morcilla, otros de espinacas y piñones o quién sabe de qué, pero siempre deliciosas. No cambia tampoco la ensaladilla rusa, esa especialidad que tanto gusta a los gatos. A los gatos que no caminan por los tejados y sí por las calles y tabernas de Madrid. A los gatos que se cuelan en Los Chanquetes.