La primera vez que pisé una librería no podía calcular las consecuencias de tal acto. No podía imaginar que ese olor a tinta de imprenta y a papel recién horneado marcarían el resto de mi vida. No podía saber que el aroma misterioso desprendido por aquellos objetos rectangulares tan perfectos, tan minuciosamente concebidos, tan delicadamente diseñados, tan armónicamente colocados en filas simétricas se convertiría en mi mayor adicción.
Luego descubrí que había otra clase de libros —algo viejos y un poco amarillentos—, que olían a humedad y a vainilla, a vidas ajenas y a deseos inconfesables; me enteré de que un tal Borges comparó el paraíso con una especie de biblioteca (y lo entendí) y un tal Bradbury lloró cuando supo que la biblioteca de Alejandría se había quemado tres veces (y también lo entendí). Claro que para entonces ya nada tenía remedio. Me había convertido en una adicta. Olía el papel, devoraba sus letras y me hundía entre sus páginas como en el Atlántico en verano.
Ahora ya no puedo evitar enterrar la nariz en cada libro que acaricio con las manos, con los ojos, con el corazón. Con una dedicación insana recorro las librerías buscando esa fragancia picante que me transporta a lugares desconocidos, enigmáticos, románticos, siniestros y oscuros a veces, insondables otras, maravillosos siempre.
Y como no soy capaz de explicar una pasión tan compleja, tan inmensa, tan indescriptible solo me queda recurrir al ingenio del mago Lope de Vega — ¡Esto es amor! quien lo probó lo sabe—y proponeros una ruta por las librerías madrileñas donde mejor se destila ese aroma único a libro recién hecho.
Hay más, sí. Igualmente encantadoras. Pero es que Madrid da para mucho. Incluso para una segunda remesa.
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