El último día del invierno de 1685 nacía en Eisenach Johann Sebastian Bach. Sólo un mes antes lo hacía Georg Friedrich Handel en Halle, ciudad situada a unos cuarenta kilómetros de Leipzig, donde Bach residiría su último cuarto de siglo de vida.
Puede decirse que Bach fue un músico de perfil bajo, que nunca viajó más allá de cien kilómetros de donde nació, espacio donde creó su música para la iglesia luterana y las pequeñas cortes imperiales. Después de una vida piadosa y austera, a su muerte cayó en el olvido, hasta que las partituras de sus obras completas fueron redescubiertas casualmente por el niño Félix Mendelssohn en el desván.
Handel, sobradamente conocido por su olfato para rentabilizar sus espectáculos, tuvo más suerte. Handel pronto se marchó al extranjero, donde alcanzó una enorme fortuna como compositor y empresario y labró un sólido prestigio internacional. Incluso en vida tuvo una estatua glorificándolo en los Vauxhall Gardens de Londres. Sin embargo, su obra, especialmente su ópera, también fue olvidada hasta que comenzó a recuperarse bien avanzado el siglo XX.
Como compositor, Bach se elevó muy por encima de sus contemporáneos, entre los que sólo uno, Handel, puede compararse con él. Lo reconoció cuando dijo Handel es la única persona a la que yo desearía ver antes de morir, y la única persona que me hubiera gustado ser, de no haber sido yo Bach. No deja de resultar curioso que ambos compositores no llegaran a conocerse y que el único contacto directo entre estos dos hombres vigorosos, sanos y robustos haya sido el prestigioso oftalmólogo itinerante que los operó sin éxito.
Aparentemente, el único problema de salud de Bach fue que siempre fue corto de vista. Sus amigos lo atribuían a que pasaba noches enteras estudiando, leyendo y transcribiendo música. Pero hacia 1750, cuando apareció el dolor, consultó a un famoso oftalmólogo inglés llamado John Taylor. Éste, sospechando de la presencia de cataratas, le realizó dos operaciones. Para el posoperatorio recomendó la aplicación de una mezcla de bálsamo del Perú y agua caliente aplicada directamente en los ojos, colirios de sangre de paloma, sal quemada y azúcar pulverizada, además de sangrías oculares y laxantes.
Bach quedó completamente ciego, no pudiendo completar su última obra, el Arte de la Fuga. Fue por poco tiempo, porque el tratamiento le causó la infección que probablemente contribuyó a su muerte ocurrida a finales de julio.
El 13 de febrero de 1751, Handel perdió súbitamente la visión de su ojo izquierdo mientras escribía en Londres su oratorio Jefté. Pudo recuperarse levemente y logró terminar la obra. Pero pronto sufriría otro de sus recursivos ataques cerebrales que lo dejó sin visión. El diagnóstico del Dr. Samuel Sharp fue que padecía una gutta serena, término elegante y laxo usado para aludir a cualquier forma de ceguera sin signos externos de enfermedad.
En agosto de 1758 fue operado de una supuesta catarata por el oftalmólogo John Taylor. Sin éxito. Completamente ciego, Handel pudo componer algunos coros y arias del oratorio Esther gracias a la ayuda de su amigo John Christopher Smith, y llegó a dirigir la última representación de El Mesías en el Covent Garden el 11 de abril de 1759, tres días antes de fallecer.
A pesar de haber dejado ciegos a Bach y a Handel, John Taylor había tenido una buena formación como cirujano. Era médico de Jorge II y fue uno de los primeros cirujanos dedicados exclusivamente a las enfermedades oculares. Fue Taylor quien acuñó el término ophtalmiater, término derivado del griego que significa médico de ojos. Es difícil entender su prestigio considerando la opinión de alguien tan bien informado como el escritor Samuel Johnson para quien Taylor era un ejemplo de cuán lejos la imprudencia e ignorancia pueden llevar.