Classical

Amigos para siempre

Como sucede en literatura, el alcohol, el tabaco y las drogas se encuentran presentes en el mundo de la composición desde que el mundo es mundo.

Scott Fitzgerald, Hemingway, Kerouac, Bukowski, Truman Capote y Sylvia Plath. Estos son unos pocos de una larga lista de escritores que hicieron realidad la leyenda del narrador maldito que necesitaba la ingesta de alcohol para enfrentarse ante una hoja en blanco. Estos, y otros muchos, se hicieron tan famosos por sus obras literarias como por su afición al alcohol, el tabaco o las drogas. Algo parecido pasa en el mundo de la composición.

Franz Liszt no fue tan sólo el más grande y famoso pianista de su época, sino también el mayor de los mujeriegos… hasta que a los setenta años abrazó la cruz y decidió vestir el hábito. Tuvo relaciones amorosas con condesas, baronesas, princesas, bailarinas, pianistas y actrices, todas conocidas. Y con una infinidad más de mujeres de las que escapaba justificándose: Hay que romper con las cosas antes de las cosas te rompan a ti.

Dicen que Liszt, genio generoso -aunque excesivamente vanidoso- que clamaba ¡Un músico debe fumar!, era un buen tipo. No conocía nada más elevado que el arte, era partidario de la libertad de culto y amaba al mundo. En sus giras por toda Europa combinó los mejores porros de Datura fastuosa con los mejores habanos, y le fue cogiendo poco a poco gustillo al vino y al cognac, sobre todo cuando se hizo abate.

Sobre el extravagante, genial y divertido compositor Erik Satie se cimentó buena parte de la vanguardia francesa. Su originalidad instigó la creación del surrealismo, el minimalismo y el teatro del absurdo, entre otros movimientos que cambiarían para siempre la manera de concebir el arte. Pero Satie, admirado por grandes talentos que lo consideraron un precursor, era un hombre solitario. Cuando murió, consumido por una cirrosis sobrevenida por el alcohol, sus amigos entraron en la habitación de Arcueil en la que durante treinta años había bebido hasta caer exhausto.

Se encontraron una colección de cien paraguas, siete trajes de terciopelo, unas cuantas cajas de puros, su colección de dibujos de edificios medievales, el retrato que había pintado de él su amante Suzanne Valadon y cientos de rectángulos de papel caligrafiados. En uno de ellos se leía, me llamo Eric Satie, como todo el mundo.

Para que vean: Stravinski, odiaba estar solo. Aquel sujeto de baja estatura con la voluntad de un gigante, gestos delicados y el temperamento de una res brava, le encantaba hablar. Era muy sociable y muy ocurrente, y tenía una gran capacidad para todo lo relacionado con el saber vivir: se fumaba al día cuarenta cigarrillos franceses y era un gran conocedor del vino tinto, el cual compraba por barricas en Burdeos -nunca Borgoña-, que mandaba a embotellar para su uso particular, además de disfrutar todo lo que podía del cognac y el champagne calidad.

La descripción tradicional de Schubert como bonachón ha ocultado la complejidad de una personalidad de carácter inestable, físicamente desaseado, fumador empedernido de tabaco y de opio, y con peligrosas explosiones de cólera bajo la influencia del alcohol. Aunque durante su niñez y adolescencia, Schubert había mostrado excelente salud, terminó por contagiarse una mala sífilis, enfermedad que trastornó su vida a partir de los 26 años.

Uno de los aspectos que más llaman la atención cuando te acercas a conocer la biografía de Jean Sibelius hace referencia a sus hábitos en torno al consumo de alcohol y de tabaco. La imagen de Sibelius fumador de puros es muy extensa, hasta el punto que en Finlandia ha llegado a existir una marca de cigarros con su nombre. Algo que, pensándolo bien, tampoco es tan raro para un héroe nacional finés que tiene a su nombre corbatas, bufandas, bolígrafos…o vino. También Sibelius descubrió, y bien pronto, que en el alcohol tenía un aliado para calmar su miedo escénico, olvidarse del público y centrarse en la música.