Volver al lujo perdido. No es que cuatro palabras sean capaces de definir la experiencia en Retorno a Ultramar, pero sí son válidas para, al menos, perfilar lo que pretende y logra con creces este pequeño gran colmado gastronómico recién abierto en el barrio de Chueca.
Retorno a Ultramar es una mirada atrás. Un viaje al principio de todo, a las raíces culinarias, las nuestras y las del mundo. Conectar uno y otro extremo del globo a través de exquisitas materias primas es el punto de partida. Unir culturas, fogones y formas de sentir la gastronomía es su cometido. La capacidad de aprenderlas y valorarlas, su consecuencia.
Uno puede llamar a la puerta de este ultramarinos contemporáneo con la idea de una compra rápida. Esa botella de vino de no importa qué país, región, uva o añada que resuelva la papeleta de la formalidad en una cena de compromiso. Cualquier elección asegura el éxito, como ocurriría en una de tantas tiendas gourmet que se encuentran al paso. Lo mágico, lo verdaderamente mágico, es cuando el éxito se convierte en revelación, y eso no hay muchas que puedan atesorarlo.
Porque uno entra en Retorno a Ultramar y Retorno a Ultramar entra en uno. Y uno recorre, otea y palpa guiado por el cariño, la ilusión, la cercanía y la experiencia de una familia que ha mamado el mundo y su inabarcable culinaria, y que ha ido rescatando con los años el carácter de cada rincón. Con Carmen, con su hija Marina y con su estimulante proyecto uno sobrevuela los viñedos manchegos, californianos, bordeleses o sudafricanos con la sola distancia de los centímetros que separan las botellas en un estante. Y cada una encierra una sorpresa bajo el corcho en una suerte de vid que despierta en el gusto y el olfato sensaciones olvidadas, tal vez nunca percibidas.
Uno siente el fermentado y delicioso aroma de vieja quesería. De Afuega'l pitu especiado, de Torrejón que aguarda deleitarnos bajo la ceniza. De media flor de Guía o de girolles suizas de Tête de Moine. Retorno a Ultramar huele a olivo y sabe a ibérico, en la misma proporción que huele y sabe a atún rojo de almadraba, a hamachi, a pez mantequilla y a anguila. El mar une tierras distantes, siempre lo ha hecho, en busca de codiciadas especias, de trufas negras del Piamonte, raíces de loto, exóticos aguardientes, sales volcánicas de islas remotas.
¿Por qué volverse loco con abigarradas técnicas cuando el buen producto tiene esa capacidad cautivadora de expresarse por sí mismo? Ahí radica su excelencia y la de quien le brinda un atrio para hacerlo valer. Es la reflexión que permanece más allá del periplo al que nos invita Retorno a Ultramar, más allá del vistazo, de la cata o de la adquisición.
No es una botella de vino, ni un queso o un aceite, ni una tabla de delicioso sashimi con salsa ponzu. Es historia envasada y minuciosamente recopilada que, al abrirse, nos noquea con sabrosos descubrimientos. Esos muchos que debemos al pasado y que no debiéramos dejar de lado en el presente. Al fin y al cabo, en ellos está parte de la esencia de lo que fuimos, lo que somos y lo que algún día seremos.
*Fotos: Victoria Verdier
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