A un paso de la Plaza Mayor y medio de Puerta Cerrada, la calle del Nuncio es uno de esos pasajes madrileños cargados de historia e historias de señores linajudos, embajadores del vaticano (de ahí su nombre) y bandoleros de postín. Cuentan que el palacio de la Nunciatura, renovado en el siglo XVIII por Miguel de Moradillo, pertenecía en su origen a la familia Vargas y allí vivieron doña Isabel de Vargas y su esposo don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias y favorito de Felipe III, quien murió degollado en la plaza Mayor en 1621. Casi pegada a la vieja sede del Arzobispado Castrense, se encuentra la Posada del Nuncio.
La Posada del Nuncio, en pleno casco viejo de la capital (La Latina), conserva el aire palaciego y coqueto de las casas de comidas decimonónicas. La madera domina una decoración entrañable y acogedora salpicada de espejos barrocos, detalles dorados y abundancia vegetal. De hecho, recibe al comensal una muestra de productos naturales de lo más tentadora. Bajo el artesonado, la zona del restaurante (con capacidad para treinta personas) comparte espacio con un altillo donde una mesa para cuatro comensales permite cierta intimidad. No tanta como el reservado, un speak easy privado, ideal para ocho personas.
Javier Sánchez, al mando de los fogones y del restaurante desde septiembre del 18, propone una oferta gastronómica singular, basada en el producto y la tradición, pero con un toque canalla que la distingue de la cocina castellana habitual. No faltan las referencias internacionales —Marruecos, India, Chile, Japón, Italia y Francia— y licencias vanguardistas muy personales del chef. Nuevos sabores, texturas y matices aportan rebeldía a una carta cosmopolita y bohemia, a la altura del barrio que alberga el restaurante.
Aunque la estrella del Nuncio es el tomate que sabe a tomate, el elenco de invierno a base de platos contundentes y sabrosos como los célebres torreznos “y punto” con patatas revolconas (exquisitos), flores de alcachofa con corazón de foie y virutas de bellota o ensaladilla rusa con gambones, no se amilana ante el protagonismo de la milhojas de tomate (deliciosa mezcla preparada con sus tomates, aguacate y burrata de búfala) acompañadas de corazón de ventresca y piparras.
Los arroces —arroz meloso de Carlota con boletus, foie micuit y lascas de parmesano; arroz del chef con gambones al curry— toman la escena en el segundo acto, tanto como plato individual como compañía de las especialidades del mar y la tierra: cordero confitado con verduras al vapor, rabo de toro, la carrillera, taco de atún con pisto a la sidra asturiana, tataki de atún rojo de almadraba, ceviche de corvina o tajadas de bacalao rebozadas con pimiento rojo caramelizado. El flan de queso, el coulant de chocolate, la tarta árabe o la tarta de chocolate se disputan el honor de ponerle la guinda a la fiesta, antes de pasar al café y los combinados.
Aparte de la deliciosa experiencia culinaria, el equipo de Javier Sánchez proporciona a los visitantes un trato cercano y familiar, tanto que al rato de llegar uno se siente como en casa.
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