Salió a cubierta y sintió la brisa del mar salado en su piel, vio la espuma blanca escapar de los golpes que las olas daban al casco de la embarcación y sintió al barco deslizarse sobre el mar, fluir sobre él...
Se acomodó en una de las pocas tumbonas que no habían sido recogidas ante el cielo encapotado bajo el que navegaban, llovía suavemente pero no le importaba, le gustaba sentir el agua dulce sobre su piel. Durante un rato miró las velas inflarse con el viento, casi podía ver a las ráfagas de aire chocar brutalmente contra la tela de las velas para luego retroceder y fluir entre ellas.
Cerró los ojos y se dejó arrastrar por el movimiento del velero, se relajó como si fuera parte inanimada de aquella cubierta, como si fuera uno de los maderos del suelo o una de las tumbonas olvidadas y dejó que su cuerpo fluyera sobre el mar como lo hacía el propio velero.
Un pequeño revuelo en cubierta le hizo abrir los ojos, era el niño que había embarcado justo detrás de ella, corría hacia proa inconsciente del peligro y sus padres hacían lo propio tras él llamándolo con voz imperiosa, aunque no parecía que al pequeño le importara mucho. Se fijó en el vestido de la madre, era voluptuoso y ligero, rosa palo, romántico y dejaba su falda a merced del viento, fluía en él.
Un apuesto marinero se acercó a ella sonriendo y ofreciéndole un té, ella lo miró sorprendida y sonrió también al reconocerlo, era el joven marroquí que la recibiera al embarcar y le ofrecía un té de menta con piñones, lo aceptó con gusto.
El té le devolvió la calidez que las nubes y el viento le iban hurtando a ratos, se encogió sobre la tumbona con la taza de té todavía entre sus manos y se preguntó cómo sería vivir así, dejándose ir y llevar por las olas y los tiempos, sin pensar ni soñar, sin anhelar nada, degustando cada día sin pensar en el siguiente.
Era una utopía por muchas razones pero, más que por ninguna otra, por ella misma, se sabía incapaz de dejarse ir, tan incapaz como lo era de llevar a otros, siempre había estado en ese punto perdido del universo en el que todo permanece en un justo equilibrio, lo suyo era algo así como un vivir y dejar vivir que a veces, simplemente, no era posible.
Pero aquella tarde, rodeada de un mar de ligero oleaje y bajo un cielo tan gris como su propio ánimo se conjuró a si misma a mantener su rumbo a pesar de las tormentas, antes se la tragarían las olas que conformarse con un puerto donde no la llevasen sus pasiones.
Claro que también sabía que debía entonces aprender a fluir entre los noes y los miedos, entre los deseos de los otros y los silencios reprobadores y, sobre todo, debía dejar fluir sus propios miedos por cualquier desagüe. Y todo ello sabiendo que, probablemente, los agoreros tuvieran cierta razón, aunque su razón era como la razón del loco o la del niño, pura lógica que no responde más que a explicaciones sencillas de causa-efecto; los agoreros no vivían la complejidad de la vida más que cuando ésta caía a plomo sobre ellos, mientras eso no ocurría vivían seguros amarrados a puerto. Era sin duda más cómodo y más seguro, pero era también otras muchas cosas a las que no estaba dispuesta a acomodarse.
Decía el poeta* que no hay camino, se hace camino al andar y Dag Hammarskjöld recomendaba no medir nunca la altura de una montaña hasta haberla escalado porque sólo entonces verás cuán pequeña era...
Además, si por los avatares del destino y de la vida propia o de la ajena la navegación se tornaba imposible ¿qué habría que lamentar? recordó de nuevo al poeta: todo pasa y todo queda -todo fluye, añadió-, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar.
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poeta*: Antonio Machado - Campos de Castilla (De Proverbios y Cantares).