The Sunday Tale

Derecho

¡No hay derecho! la indignación lo animaba a gritar... y vaya si iba a gritar: en silencio, el domingo, frente a una urna y blandiendo el arma más poderosa: el voto.

-¡Ponte derecho!- La voz en grito que pronunció la frase resonó con tal potencia que no pudo evitar dar un respingo y asomarse, con más miedo que vergüenza, sobre el periódico que leía con la desgana propia de cualquier domingo primaveral; la orden de obligado cumplimiento, ponerse derecho, provenía de una mujer pequeña y menuda que, por la energía que demostraba en un cuerpo tan escueto, debía ser puro nervio; también por la respuesta del destinatario de tal orden, un adolescente de esos que crecen tanto y tan rápido que no saben qué hacer con su nuevo cuerpo y caminan desmadejados; el muchacho se enderezó con más ganas de que lo dejaran en paz que de ponerse derecho y una voz no menos enérgica, pero sí menos imperiosa, sonó a su espalda -¡no hay derecho!-.

-¡Qué derecho ni qué derecho!- exclamó la imponente mujer pequeña mientras el niño, pequeño, que había osado lamentarse bajaba la cabeza sin cambiar el gesto enfurruñado de su rostro; se sentaron a su lado y, mientras degustaba un buen trago de su café, no sabía si lamentarlo o alegrarse, estaba segura de que le iban a dar el desayuno...

-Los pequeños también tenemos derechos, no sólo los mayores- se atrevió a protestar de nuevo el pequeño enfurruñado ante la mirada lastimera de su hermano que había fracasado en su intento por mantenerlo callado -¿ah sí?- preguntó irónicamente la mujer -¿y qué derechos tenéis los pequeños? Cuéntame-; el adolescente se enderezó y se puso más derecho de lo que su madre pudo soñar jamás -pues todos, por ser pequeños no dejamos de tener derechos lo que pasa es que mandáis un poco los padres-.

-Sigo sin enterarme, queridos, contadme ¿qué derechos tenéis que yo desconozca y os esté quitando para que estéis así de insoportables?-

-¡Tenemos derecho a que no nos digas insoportables!- Exclamó el más pequeño ante la mirada ligeramente desesperada de su hermano y la risa contenida de su madre -y seguro que también tenemos derecho a ir al parque- remató con absoluta convicción.

-Y a desayunar- añadió su madre -seguro que tenéis derecho a desayunar y a ir al colegio y a leer y aprender... y a portaros bien, seguro que tenéis derecho a portaros bien-. El pequeño resopló y el mayor, que parecía un palo tieso sobre la silla, comenzó a sonreír con placer, retando a su madre con la mirada, sabedor de haber dado con la respuesta que le permitiría ganar aquel absurdo debate mañanero -y también tenemos derecho a acostarnos con quien nos dé la gana si queremos-.

Un escalofrío recorrió su espalda, dobló el periódico y miró a la mujer que permanecía callada sin apartar la mirada de su hijo mayor, era una mirada llena de decepción y dolor, creyó incluso ver lágrimas de rabia en sus ojos -¿y por qué quieres dormir con alguien? ¿tienes miedo a dormir solo?- preguntó inocentemente el pequeño a su hermano mayor rompiendo así aquel silencio helado... afortunadamente llegó el camarero con los churros, las porras, los chocolates y el café y todos se sintieron con más derecho a gozar del desayuno que a cualquier otra cosa.

Ella, en cambio, que ya había terminado su tostada y su café, sentía su cuerpo ansioso y rebelde, se levantó dejando el periódico sobre la mesa y encomendándose a un paseo a ver si caminar un rato la relajaba... porque la convicción de que a lo que no hay derecho es a que ningún gobierno ni ministra se meta en la vida de la gente y en su cama, o en el modo en que los padres educan a sus hijos, era tan intensa y tan profunda que la animaba al grito... y vaya si iba a gritar, en silencio, el domingo, frente a una urna, blandiendo el arma más poderosa, el voto; porque el derecho a inmiscuirte en la vida de los otros no existe, no hay voto que lo valide, ni ley natural que lo defienda.