Caminaba despacio fijando la mirada en el suelo, hacía como si el bullicio y los gritos a su alrededor le llovieran por fuera aunque las palabras caían sobre su piel como piedras de granizo, dejando su marca y su huella; caminaba como si fuera invisible porque quería ser invisible, no miraba a nadie a los ojos ni quería que nadie se asomara a los suyos, tenía miedo... y supo que era el mismo miedo del que le hablaba su abuela cuando era niña, el miedo a ser señalado y atacado, el miedo a ser parte de la solución final, el miedo a iniciar un viaje de final siniestro y dantesco, inhumano (y terriblemente humano a la vez).
Llegó a casa y cerró la puerta con doble llave, aun bien no se había deshecho del abrigo y los tacones, además de encender la cafetera, se acercó a la estaría y echó mano de su viejo ejemplar del Diario de Ana Frank; lo había leído de niña como leía entonces los cuentos, como si fueran historias de un universo diferente, de un mundo paralelo... pero sabía que aquella historia no era de otro mundo, era de su mundo ¿de otro tiempo? Tal vez... pero de un tiempo no demasiado lejano.
Se acurrucó en el sofá con Ana Frank entre sus brazos y encendió la televisión, vio todo lo que contaban y lo que no contaban y cuando el terrorista secuestrador salió en pantalla pidiendo la liberación de los civiles secuestrados, supo que ya vivía en aquel universo diferente, en aquel mundo paralelo en el que la libertad era un constructo alimentado con soma y prozac, los libros ardían en una pira infinita, las mujeres se cubrían de la cabeza a los pies con el mismo placer con el que antes habían hecho top less en Benidorm y la verdad era una rareza, un bug del sistema sólo señalado por los disidentes que era los locos... y los muertos.
Mientras dejaba que el café caliente acallara los escalofríos que la recorrían de pies a cabeza se dio cuenta de que había un miedo más profundo y más intenso que el que provocaba el terrorismo, era el que infundía en los locos y en los muertos la desidia de unos, la ignorancia de otros y la inconsciencia de tantos.
Guardaba una tarta de Halloween en la nevera... pero decidió dejarla para el día siguiente porque en aquel instante incluso lo más dulce, le amargaba el cielo de la boca.
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Si este cuento se titula Terror II es porque existe un Terror I... y podéis leerlo aquí.