El parking era un parque embarrado en el que podía entrar los coches e incluso quedarse atascados en un charco, los árboles estaban desnudos, vacíos de hojas y ramas tras el paso del otoño y de los jardineros del Ayuntamiento, soplaba una brisa helada que hacía si cabe más frío el día; la cola de coches era larga para entrar y salir y la salida del cole de los niños escalonada y constante; primero 'los sin ruta' junto al pabellón y el parking del infierno, después los de las 'rutas' junto al edificio principal y nunca antes de que los más de 20 autobuses estuvieran aparcados cada uno en su plaza con su conductor al volante y el profesor de turno al mando de la prole de niños que lo llenarían. Y así cada día. Hasta el último día lectivo. Entre padres, madres, niños, profesores, bedeles...
Claro que ni ese día se respiraba una felicidad completa, salvo en los niños claro está, seguían volando las quejas de quienes no podían reunirse por Navidad y también de quienes iban a reunirse por Navidad, de quienes necesitaban el cole para 'colocar' a los niños para poder trabajar o para no asfixiarse en su día a día, incluso los que celebraban dejar de visitar el parking del infierno tres semanas se quejaban porque todavía sería invierno cuando regresaran en enero. No siempre llueve a gusto de todos, pensaba, a veces parecía incluso que no llovía a gusto de nadie.
Que si no quiero cocinar, que si siempre cocino yo, que si está la compra por hacer, que si el niño se pide la nueva Play, que si hay que renovar ordenador ¡haberlo pensado en Black Friday!, que nos faltan mascarillas, que yo a casa de tu madre no voy, que si me duele la cabeza... y la casa sin barrer.
Era la prueba del algodón. La Navidad podía ser un infierno tanto si se celebraba como si no ¿por qué? tal vez no fuera la Navidad, tal vez fuésemos nosotros que hacemos de cada deseo necesidad y cada necesidad resuelta deja paso a un nuevo deseo... Y así la vida.
Solos. Muchos se lamentaban por quedarse solos. Se quejaban de las cenas de empresa y de las cervezas entre amigos que no tendrían que eran las mismas de las que el año anterior se quejaban... por tenerlas. ¿Solos? mejor que mal acompañados ¿no? se atrevió a decir... Y entonces la conversación derivó en risas por los cuñados a los que no habría que soportar y por los sobrinos cuellicortos de la gata sobre el tejado de zinc caliente.
Lo bueno de las mascarillas era que no había pintarse buena cara ni forzar sonrisas desganadas, podía uno confundise en la manada sin miedo a llamar la atención.
Ya a la cola de salida del parking del infierno el niño pidió música, A Good Thing de Saint Etienne, una melodía alegre a pesar la letra, una de esas que alegran el día y de las que te recuerdan que rebelarse a veces es justo y necesario, tan justo y necesario como es a veces aceptar lo inevitable y hacerlo, para variar, sin quejarse.