Domingo. Otoño. El viento soplaba por las calles y batía las ventanas de los despistados que esperaban un amanecer de fin de verano. Se levantó con pereza, con mucho sueño y pocas ganas de nada que no fuera dejar caer su cuerpo en cualquier rincón y dormirse de nuevo. Pero el viento ululaba también en su cabeza y acallarlo con una ducha caliente y un café largo le pareció buena idea.
La paz duró lo que tardó en cerrar el grifo de la ducha, el café le asentó el cuerpo pero no la cabeza y los aullidos del viento que salían de su cabeza se mezclaban con los que se colaban por las ventanas entreabiertas. No habrá paz para los malditos, pensó, tampoco para los benditos ni para ser humano que pueble la tierra, completó la frase... No era solo un pensamiento peliculero, era el aviso a navegantes que lanzaba su cabeza venteada y ella, como marinera en tierra que era, captó el mensaje y planificó su día, si su mente estaba activa y receptiva le daría alimento del bueno para evitar que desarrollara sola y por su cuenta el relato de una novela de terror guiado por los titulares de los periódicos.
Brillaba astro rey aquella mañana, aunque las nubes amenazaban con ocultarlo borrando así del mapa climatológico del día la calidez y la luz que él derramaba sobre la tierra. Que soplaran los vientos que fueran, los del norte o los del este, el Levante y hasta los huracanados, se abrigó, se calzó sus zapatillas y salió a la calle a dejarse tocar por el sol, a disfrutar de una ciudad moderna y vital, a caminarla con gusto aun a pesar del semi confinamiento que limitaba su libertad.
Los parques estaban cerrados pero no así las calles, el viento revolvía su pelo y se alegró de llevar una cinta en el bolsillo para sujetarlo; los niños sacaban sus bicis de los trasteros y se ajustaban la mascarilla antes de colocarse a su manillar tras el padre o madre de turno, una estampa que le arrancó una sonrisa cuando no pudo evitar pensar en la que fuera su mascota de niña, en el pueblo, mamá pata y sus polluelos...
El viento soplaba con tantas ganas como imaginó cuando la despertó aquella mañana pero los rayos del sol caían cálidos sobre las calles y hacían soportable el frío; se oían risas entre bicis y donuts de chocolate, tabién se veían movimientos en las cortinas de los pisos bajos... de nuevo pensó en el pueblo y en el mote de su abuela, la vieja del visillo la llamaban, pero ¿qué querían? estaba impedida, por aquel entonces una silla de ruedas era un lujo que no podía permitirse y vivía a través de su ventana a la calle. Hoy los abuelos tenían miedo, no del viento ni del sol, del virus... y nadie les explicaba con calma y solvencia que la calle, con su mascarilla bien ajustada, era un lugar seguro, más seguro que su propia casa si no la ventilaban bien y recibían a sus hijos y nietos en ella.
Dejó que sus pies eligieran las calles que había de recorrer aquella mañana caminando siempre por la acera más soleada porque así como en verano el sol quema, en el otoño y el invierno de los vientos desbocados sus rayos eran como una caricia, como un abrazo de tantos como la pandemia había dejado olvidados en el baúl de los recuerdos.
Despistó a conciencia su atención de quienes llevaban el miedo pintado en la cara porque el miedo siempre esclaviza... no el hecho de sentirlo, eso es humano, sino el de no afrontarlo y quien lo lleva pintado en la cara no lo ha afrontado ni lo hará; obvió también a quienes caminaban con la fuerza del propio viento y la ira dibujando la expresión de su rostro porque si el miedo esclaviza no menos lo hacen la ira y el odio; tampoco prestó la más mínima atención a quienes observaban a los demás no como hacía su abuela, para vivir un poquito de su vida y su alegría, sino para ejercer de policía del visillo y dar lecciones de lo que se podía o no se debía hacer sacando su dedito acusador a pasear.
Se limitó a mezclarse, a dos metros de distancia siempre, con quienes sonreían con más o menos alegría, con quienes dedicaban su atención a sus juegos y a sus cosas, con quienes paseaban al sol a pesar del viento; eran quienes se empeñaban en seguir viviendo a pesar de todo, quienes se conducían con libertad respetando siempre la libertad del otro y eran los niños, aun libres del pecado original de la ideologización, que miraban al sol de reojo rogándole que siguiera brillando porque sabían que si las nubes lo ocultaban, al viento se uniría la lluvia y las tormentas, también el frío helado del invierno y con él la necesidad imperiosa de esconderse y protegerse de los malos tiempos además del virus, un infierno de invierno eterno en la tierra.