Cogió su viejo cuaderno de música y revisó sus notas al margen y al pie, sus pequeñas chuletas, guías para ayudarle a recordar lo que significaban las notas de los pentagramas, nunca lo había entendido del todo, quizá por eso había conservado aquellos cuadernos del colegio, recordaba vagamente lo que significaban los números bajo las notas ¿eran algo así como la posición de los dedos en la flauta? puede que que sí... pero si entonces las blancas, las negras, las corcheas, las semicorcheas, las redondas, las fusas y las semifusas le decían poco ahora no significaban nada y en cambio, aunque no lo entendiera, aunque no fuera capaz de leer la música, cerraba los ojos para escucharla y podía sentir toda la emoción que transportaba, cuando había música no había miedo, era con un refugio, como si su armonía la protegiera de algún modo del ruido continuo y constante de la ciudad y sus gentes.
Abrió los ojos -la música no transporta nada- una voz conocida resonaba en sus oídos -la música son sólo notas en un pentagrama, melodía y armonía, poco más, la emoción es humana, la música sólo despierta en ti lo que ya existe... en ti-. Era su profesora de música que, amablemente, le había explicado que el lenguaje musical no estaba hecho para sus oídos por más que la emocionase; se había ofendido, claro ¿cómo no hacerlo a los 10 años? pero ahora sonreía al recordarlo porque, al fin y al cabo, la vieja profesora de música tenía razón.
Pero así era el arte, pensó, el arte de verdad, el literario, el musical, el pictórico, el arquitectónico ¡cualquier forma de arte! podía enamorar y emocionar a cualquiera, no dependía más que de la sensibilidad de los ojos que miran o los oídos que escuchan; esa era la magnificencia del arte, su capacidad de despertar lo más íntimo de un ser humano, su emoción...
Recordó entonces las acaloradas discusiones que había mantenido con su padre sobre este asunto porque él, un profesor de ciencias con muchas lecturas a sus espaldas, pensaba en el arte como en una ciencia y lo vivía más desde el método científico que desde la mera emoción humana; con los años había aprendido que tal vez ni su padre ni ella tuvieran toda la razón pero si para entender el arte había antes que estudiarlo lo de la música debía ser magia porque ella jamás había conseguido leer las notas en un pentagrama ni tampoco había dejado de emocionarse con una bella melodía.
Metió el viejo cuaderno de música en el cajón y se preguntó por qué lo habría guardado, no guardaba demasiadas cosas del pasado, apenas las justas, tres recuerdos mal contados, ni tan siquiera conservaba sus cuadernos de relatos que, si bien eran manifiestamente mejorables, decían de ella mucho más que aquel cuaderno de música... quizá lo había hecho por eso, porque sabía que jamás volvería a dibujar notas musicales en un pentagrama y en cambio nunca dejaría de escribir. Tal vez. O tal vez no.
Puede que lo que quisiera recordarle aquel cuaderno fuera la importancia de la armonía y lo absurdo de las notas discordantes o quizá fuera la demostración de cuánto podía llegar a hacerse con muy poco, con apenas 5 líneas rectas y 7 notas musicales.
Sacó de nuevo el cuaderno de música del cajón y lo abrió, aquella mañana necesitaba aquellos pensamientos porque aquel día, más que otros, se sentía abrumada por lo diminuto que le resultaba a veces su mundo, por lo poco que había logrado hacer en él a pesar de su empeño, entonces recordó algo más... recordó que no importaba cual fuera su punto de partida ni tampoco importaba donde llegara, importaba lo hacía entre esos dos puntos, importaba la armonía con la que sonara su vida, su melodía, su emoción...