El abuelo recortaba trozos de cartulina con sumo cuidado; se fijó en el proceso y vio como, antes de armarse con la tijera, lo hacía con la escuadra y el cartabón marcando las líneas por las que había de recortar después; se preguntó qué haría con aquellos trozos de cartulina de colores porque repitió la misma operación en cartulinas de diferente color... se acomodó cerca del anciano y esperó hasta descubrirlo; con pegamento y suma paciencia, el abuelo iba construyendo prismas de colores.
Pasaban los días y el anciano continuaba perseverante en su tarea, prismas triangulares, cuadrangulares e incluso pentagonales decoraban ya su habitación con sus alegres y coloristas acabados; aquel día el hombre trataba de calcular la base de un prisma hexagonal, su siguiente reto, un reto que, como los anteriores, vería cumplido.
Pasaba entonces a su libro de crucigramas y también a su repaso diario del periódico, el de papel, grande y lleno de noticias que, en realidad, no hubiera querido leer pero, aun cerca de los 90 años y con el ensimismamiento al que se veía abocado por su poco oído, seguía aferrado al mundo y sus cosas.
Lo miró desde la distancia y lo adivinó cansado aun cuando apenas podía moverse, escuchó sus frases, a veces lapidarias, y también sus silencios para acabar dándose cuenta de algo sencillo y revelador...
El anciano había recorrido ya toda una vida a lo largo de la que había conocido dichas y desdichas, le había tocado ganar y también perder, disfrutar y también sufrir, el balance que hacía de todo ello era un misterio, algo que él guardaba celosamente para sí, en cambio demostraba con su actitud aquella cosa sencilla y reveladora que ella había descubierto al verlo recortar sus cartulinas de colores...
El secreto de la vida era la paciencia porque la paciencia es la única virtud que te regala el tiempo necesario para aceptar aquello que no puedes cambiar y para adaptarte a ello del mejor de los modos... El anciano había perdido mucho oído y casi toda su movilidad desde que de sus piernas no quedaba más que una, pero tenía su cabeza y sus manos, sus ojos y ese poco oído que sabía aprovechar. La televisión sonaba siempre alta, el periódico del día estaba sobre la cama y él, en su sillón y frente a su mesa, recortaba cartulinas de colores para hacer prismas como delineara antes tantos planos a lo largo y ancho de su vida.
Supo entonces que la paciencia era, en realidad, mucho más que la madre de la ciencia, era un tesoro que se volvía inagotable si se usaba y supo también que cuando la sensación de impaciencia se volvía acuciante, casi insoportable, era el momento de tomarse unas vacaciones.