Hacía frío, mucho más del que auguraba el sol de invierno que brillaba aquella mañana; como decía su amiga Elvira, alguien se había dejado abierta la ventana de la Sierra Norte y el viento helado estaba congelando Madrid entero; se abrigó con pocas ganas e incluso se calzó un gorro de lana hasta las mismas cejas antes de salir de casa aunque no pensaba estar en la calle ni un minuto más de lo que tardara, con paso ligero, en llegar al café de la esquina, no haría ni escala en el kiosko de prensa, echó el Ipad al bolso y a las calles.
Mientras leía los titulares de la prensa en el Ipad y disfrutaba de su primer café de la mañana escuchaba también los ecos de la conversación de la mesa de al lado, no era la primera vez que le sucedía... y era ya tarde para cambiarse de lugar porque aquel era un café pequeño, con pocas mesas y estaban ya todas ocupadas (tomó buena nota mental de que tenía que buscar un café más grande a una distancia razonable de su casa al tiempo que lamentaba lo largo que era el invierno y cuánto tardarían aún en estar de nuevo puestas las terrazas en las que aislarse del vecino de mesa era más fácil).
La discusión de la mesa de al lado era, como no podía ser de otro modo en un domingo electoral, si votas o no votas, qué votas, qué dicen las encuestas y, por supuesto, lo indecentes, obtusos y lerdos que eran todos los políticos sin excepción (y chorizos, todos). Una vez la conversación electoral demostró no dar para más, comenzaron las quejas acerca de los niños, que si el mío es un trasto, que si el tuyo no duerme, que si es un respondón, que si me han llamado del cole, que si va a suspender hasta las asignaturas del año pasado, que si ha salido al canalla de su padre o que si la abuela fuma... Y en estas estaban cuando llegó precisamente ella, la abuela.
Lamentó no haber comprado un gran periódico de papel tras el que esconder la risa que le produje ver entrar en acción a la abuela: llegó, se quitó el inmenso abrigo que llevaba puesto y se unió a la conversación como si la hubiese estado escuchando desde hacía minutos, es más, no sólo se unió, la dirigió y la monopolizó antes de pedir tres churros y un café (con sacarina y leche desnatada).
-No, no, no- decía con total, completo y absoluto convencimiento -a mi los míos no me rechistaban ¡ni se les ocurría! ¡vamos! ¡calientes se iban a la cama si hacía falta pero a mí ni mú!- se apartó un poco de la mesa para dejar que el camarero le sirviera el café y continuó su lista de soluciones mágicas -si está todo inventado ¿no quieres caldo? dos tazas ¿que no comes las lentejas? las cenas ¿qué suspendes? ¡no ves el sol en un mes! ¿me llaman del colegio? ¡el culo colorao que te llevas puesto!-.
-Lo que os pasa ahora es que mimáis mucho, os andáis con muchos miramientos con los niños ¿dónde se ha visto? ¡ni que los parierais ya listos y estudiados!-.
Dedujo que ante tanto grito y convicción a su lado su migraña pronto se dispararía así que se levantó con parsimonia y se acercó a la barra para pagar su cafe -cierta razón tiene la mujer- comentaba un caballero en la barra a su acompañante -sí- le respondió ella -¿pero tú le dejarías a tus hijos?- él sonrió con cierta ironía -igual un rato...- ella escrutó su gesto para asegurarse de que se trataba de un mero sarcasmo.
Caminó a casa con paso ligero pensando en lo que había escuchado más que en lo que había leído en los periódicos (pocas novedades a aquellas horas tan tempranas de un domingo electoral), pensaba en lo resuelta que era aquella mujer que todo lo resolvía con el castigo de turno y la demostración diaria y constante de quien manda; pero pensó también en su amiga Yolanda que era el miedo y la indecisión hecha persona hasta el punto de que su hijo se había convertido en un pequeño dictador que mandaba tanto o más que la señora del ¿no quieres una taza? toma dos.
La conclusión era la misma, la de siempre, la que tenía siempre el menor margen de error, el equilibrio o, dicho en términos que hasta la señora del ordeno y mando hubiera entendido, ni tanto, ni tan calvo.