Días grises. Días oscuros y amenazantes, otros solo de luz tenue y tristeza fuerte. Días de huevo frito en el cielo, un huevo con más clara que yema, y viento fresco, por no decir frío, en la tierra. Y lluvia. También lluvia. Playas desiertas, niños en chandal, madres con chaqueta, las sandalias en la maleta y aun por estrenar... Y frío en el alma. Porque eso tenían los días oscuros del Atlántico y del Cantábrico, sería por la humedad, por las meigas, la Santa Compaña o por lo que quiera que fuese, se colaban dentro, muy dentro, y despertaban tristezas, miedos, angustias, temores... abrían la caja de Pandora de su alma y la incitaban a huir de nuevo. Esta vez más rápido. Esta vez más lejos.
Sonrió para sí sabiendo que era solo un verano malo como tantos veranos malos, vendrían otros mejores y, además, aquel mismo verano sería mejor porque se escaparía al Mediterráneo antes de que agosto tocara a su fin, era su merecido premio tras año y medio de casa y hogar, cocina, cuidados, casa y hogar... y vuelta a empezar. Un día tras otro, un día igual al otro. Y la sonrisa puesta aunque fuese pintada a mano alzada.
Pero lo que supo aquel verano, y raro se le hacía no haberlo sabido antes, era que jamás volvería al norte más que de visita. Era un bicho raro, un perro verde y una oveja negra, una rara avis... a ella la morriña no la llevaba a casa sino, como a la niña de Poltergeist, hacia la luz.
¡Algo tendrá el agua cuando la bendicen! pensó recordando el dicho popular, algo tendrá sí, se dijo, y algo tendrá el sol cuando todos lo buscamos, lo añoramos, lo deseamos... Nadie quiere vivir en un disierto ni en Polo, todos buscamos más horas de luz, días más cálidos y quienes tienen la insana costumbre de permitir que el tiempo se les cuele dentro, tienen además la necesidad de poner siempre rumbo al sol y al calor, no aceptan más Filomenas que las caen en diciembre o enero, más allá de eso quieren ¡necesitan! luz y calor.
Se acercó a la ventana al oir el chisporroteo del agua sobre los cristales, no era una tormenta de verano, era un día de norte y verano regado del agua que algunos bendicen y otros maldicen y se preguntó qué tenía en la piel y en la cabeza cuando huía del calor de Madrid en agosto, quería volver a la luz de la capital, al azul de su cielo y al calor de su asfalto, el abrazo de sus museos y la frecura de sus jardines, quería sentirse de nuevo libre de todo y de nada, de todos y de nadie, espacio... espacio vital. Lo necesitaba. Necesitaba la soledad de su despacho como el aire que respiraba; su mesa junto a la ventana, la luz natural inundando la habitación, un té helado sobre la mesa y el mando de aire acondicionado cerca por si la temperatura se iba más allá de los 30º, hasta ese umbral el calor era vida.
Amaba los libros y las palabras, los ratos de ocio mirando el cielo y los paseos de madrugada, las tardes de playa y de piscina, las mañanas de ideas y trabajo, madrugar tanto como trasnochar, el café bien cargado y las historias inolvidables. Detestaba mirar atrás y más aún sentir que podía quedarse anclada a una vida que no era la suya, ella era un espíritu libre que pagaba los peajes que tal independencia exigía, y lo hacía con gusto porque solo estaba dispuesta a renunciar a su espacio vital, a su luz y a su vida cuando eran sus errores, nunca sus horrores, los que presentaban la factura.
47. Escribió en su libreta. Lo hizo al darse cuenta de cuán largo era el camino que había recorrido en los últimos 20 años. De cuán lejos estaba la mujer que era de la joven que había sido. Fue aquella certeza la que le hizo recordar otro verano.
27. Recordaba bien aquel verano. No porque pasara nada especial, solo porque por primera vez en su vida había sentido la certeza del paso del tiempo y la necesidad de hacer en él y con su vida algo que mereciera la pena. Habían pasado 20 años llenos de vida y proyectos y ahora volvía a sentir, más acuciante aún, aquella presión. No había tiempo que perder porque 20 años más tarde sería demasiado tarde.