¿Se está bien en la luna? leyó grabado una una vieja taza de porcelana que decoraba su habitación, se la habían regalado en plena adolescencia, cuando la luna era el destino más cercano al que aceptaba huir y el lugar mágico, íntimo, misterioso y personal que cada adolescente escondía en su interior; sonrió porque, pasados ya muchos años desde aquello, sabía que seguía pasando temporadas en su luna interior, algo que la hacía parecer extraña a veces, claro que eso no le importaba mucho, siempre había sido más de alabar y aplaudir la diferencia que la igualdad, lo de todos cortados por el mismo patrón no estaba hecho para su alma revoltosa.
En la luna de Valencia, ahí le habían dicho muchas veces que estaba y se sentía bien en esa luna, era cálida y le había dado por pensar que tenía playa porque su luna era bella y encantadora, no estaba llena de insectos como la que soñó HG Wells (en un sueño que, dicho con la admiración y respeto que el literato en cuestión merece, se le antojaba un tanto repugnante, sería cosa de su fobia a los insectos, de cuánto detestaba las castas y la manía de clasificar a las personas por su nacimiento en lugar de hacerlo por sus acciones negándoles así la oportunidad de ser la mejor versión de sí mismas y también de lo poco que le gustaban las cuevas, no tenía alma de espeleóloga, prefería el mar y el cielo abiertos).
Su luna tenía mucho de refugio pero poco de cueva y no era en absoluto oscura ni triste porque estaba rodeada de estrellas como las de El Principito, estrellas que, como las de Saint-Exupéry, reían cada noche alegrándole la vida entera y haciéndole olvidar que el sol y el día, a veces, mordían y quemaban tanto de calor como de frío.
A veces le gustaba pensar que su luna era en realidad Artemisa, la diosa griega de la luna (Diana para los romanos), protectora de embarazas que jamás dependió de nadie, ni tan siquiera de su poderosa familia (era, como diosa de la luna, hija de Zeus y hermana de Febo, dios del sol... o eso creían los griegos), cuentan que tenía, además, un carácter... mejorable, el propio de las princesas que se salvan solas.
Para cuando ella llegó al mundo el hombre ya había pisado la luna, la de la tierra, pero para cuando tuvo uso de razón aquello era ya más un mito que una realidad así que pudo dedicarse a pasar temporadas en la luna que coronaba su cielo en las noches de primavera, verano, otoño e invierno ¿qué pasaría cuando lo de pisar la luna o al menos lo de acercarse de facto a ella no fuese ya un mito sino una realidad palpable? tal vez tendría que ir pensando en mudarse a las lunas de las 167 lunas que, además de la de la tierra, orbitan otros planetas del sistema solar ¿a una de las dos lunas de Marte, tal vez? o cabe que, por multiplicar opciones, a una de las 63 de Júpiter o de las 62 de Saturno...
Estaba por ver qué haría, de lo que no cabía duda era de lo que no haría: vivir con su mente tan pegada a la tierra como sus pies, si como ser humano podía moverse por el mundo porque tenía piernas y no raíces, su mente podía volar a Marte, a Júpiter o a Saturno porque no tenía cuerpo, ni techo de cristal, ni límite al que responder.