Tenía la insana costumbre de amanecer el domingo visitando los periódicos; recorría sus webs café en mano antes de calzarse las deportivas para lanzarse a patear las calles y acabar sentándose en la terraza de su bar de siempre, junto al kiosko, después de haber echado el guante al periódico que más la hubiese tentando en aquel primer repaso digital a sus portadas.
Pero sucedía que había perdido ya la cuenta de los domingos en los que se removía incómoda en el primer café del día ante tanta diatriba, tanto 'debes' y 'no debes' en uno y mil titulares, ante la intromisión constante de la política y la prensa en su vida personal e incluso íntima. Y lo que era peor: ante la connivencia de tantos con todo ello... ¿a santo de qué subrogaba tanta gente su opinión y aceptaba como ciertos e incuestionables los planteamientos del primer mediocre con mando en plaza o cargo en partido que pasaba por su televisión incluso cuando defendía hoy una cosa, mañana su contraria y tres días después una tercera vía?
No era el qué, era el quién... siempre. Y no sólo eso. Era la superioridad moral. La certeza de la veracidad de lo propio, que ciertamente era comprensible, y de su infalibilidad (cosa que ya no era tan comprensible); era la huida hacia delante tratando de olvidar las miserias propias a base de rebozarse en las ajenas; y eso, que no era poco, no era todo. Había un silencio sepulcral y connivente que permitía que tales alardes de órdenes desde las autoridades públicas adentrándose machete en mano en el bosque privado de cada ser humano libre, sonaran tan fuerte y tuvieran incluso eco. Ese silencio era lo que más dolía... y preocupaba ¿era un silencio cómplice o interesado? ¿miedoso tal vez? ¡cobarde incluso! A saber... Era, en todo caso, un silencio incómodo.
Apartó la tableta y trató de olvidar los titulares de prensa, apuró el café y se tiró a las calles buscando aligerar el peso inquieto que tanto alarde de saber ignorante de todo en columnas de opinión le había dejado... pero aquella mañana las tertulias de paseo y café se parecían más que nunca a las columnas de opinión; que adoptar es generosidad pero querer se madre es cosa egoísta, decían, también que la gestación subrogada era comprar un bebé, no como adoptarlo en China o en India que es cosa de generosidad, insistían; que a no sé qué edad no se puede ser madre, biológicamente hablando, y por tanto no se debe poder adoptar ni mucho menos comprar un bebé, salvo que seas homosexual que entonces sí, a pares puedes comprarlos incluso...
A lo de opinar hoy una cosa y mañana la contraria ya se había acostumbrado, también al modo en que tanta gente subrogaba su pensamiento al de su partido político y desde luego también a los modos alterados y casi psicopáticos propios de quien afronta el fin del mundo cada día estaba ya muy hecha; a lo que no acababa de acostumbrase, y esperaba además no hacerlo nunca jamás, era a la manía de juzgar, al modo en que tanta gente entendía que opinar era sentar cátedra y que esa cátedra que sentaba era la piedra por la que podía pasarse a cualquiera...
No apuró el café en el bar aquel domingo, ni pasó por el kiosko; tomó la sabia decisión de volver a sus libros y sus cosas y ausentarse del mundo por un día que, además, era Domingo de Ramos, fiesta de guardar; cuando se acercó a la barra para pagar su café vio a una mujer ya mayor hojeando un periódico, imaginó que así se vería ella unos años más tarde... -¿recuerdas los sermones de Don Manuel?- le preguntó la señora mayor para su sorpresa -no- añadió mirándola más fijamente -eres demasiado joven...-; ella la miró sin saber qué decirle, entre otras cosas porque efectivamente no sólo no recordaba los sermones de Don Manuel sino que no tenía ni la más remota idea de quién era el tal Don Manuel; la mujer mayor se levantó, se atusó el pelo y se echó una rebeca sobre los hombros, enrolló el periódico, lo metió en el bolso y se despidió diciendo -pues Don Manuel ¡qué vaya si marcaba el paso al rebaño! no era tan entrometido como estos-.
No supo si la buena mujer quería decir que Don Manuel no era tan entrometido como los periodistas o como los políticos... pero no le importó, se conformó y consoló con saber que había alguien más en el mundo que se negaba a dar las llaves de su vida a nadie, a entregar su libertad subrogando su pensamiento, a juzgar en lugar de opinar, a sentar cátedra sobre aquello que se ignora y a imponer la opinión de unos pocos, sean esos pocos cuantos sean, a la intimidad de todos los demás.