Encendió un cigarrillo y le dio una profunda calada dejando que el tabaco inundara sus pulmones; casi había olvidado aquella sensación, hacía años, décadas en realidad, que no fumaba; en realidad nunca había fumado demasiado, de hecho nunca le había gustado el tabaco pero las noches de los viernes en la Universal, con aquel carajillo quemado en la mesa y después de haber recorrido la zona vinos de caña en tapa, resultaba placentero encender un cigarrillo y dejar que el humo envolviera las sensaciones propias de un viernes noche. Y ahí estaba tantos años después, fumando.
Fumar había sido siempre así, en la Universal o en el Pier de Eastbourne aquel verano de pintas al sur de Inglaterra y poco más, siempre había pensado que si no se había hecho adicta a la nicotina era por lo poco que le gustaba el humo del tabaco y ahora que había vuelto a encender un cigarrillo volvía a pensarlo. Estaba sola en casa, en la terraza, el sol de abril calentaba pero no quemaba y encender aquel cigarrillo era un absurdo e infantil acto de rebeldía, no fumaba porque no quería, no porque lo hubiesen convertido en pecado mortal (más mortal el pecado que el cigarrillo, que ya era decir...).
Sonrió ante su propia estupidez, estaba actuando como los libres, sí, libres de morirse de cancer entre cigarrillo y cigarrillo; no era eso y lo sabía, no importaba, nunca había permitido que un prejuicio, una norma no escrita o el gusto o disgusto de los suyos limitara sus decisiones, siempre había querido ser libre, no siempre lo había sido del todo aunque ciertamente, dado que había sido ella misma quien se había cortado las alas en algún que otro momento, podía considerar que había sido libre de hacerlo.
Ya estaba divagando y adentrándose en los sinuosos caminos que eran más de la filosofía y el pensamiento que de la razón ¿y qué importaba? ¿qué importaba ya nada? se sentía terriblemente vieja y eso en el S.XXI y en esos cuarenta que pasaban por ser los nuevos treinta no tenía sentido o tal vez sí, tal vez tenía todo el sentido...
Sonrió de nuevo, esta vez ante la ironía de la vida y es que tal vez fuera eso, tal vez lo que algunos intentaban era convertir a la sociedad entera en adolescentes eternos, esos adolescentes que a veces son indecisos, otras veces rebeldes, siempre incautos y a menudo faltos de razón y sobrepasados por su propia inmadurez, un rebaño así, menor de edad mental, necesita un mundo de normas, leyes escritas y no escritas, guías, lecciones, maestros... pastores, en definitiva, pastores de un rebaño en el que el que cada individuo es igual al resto de individuos, o casi, y se mueve y actúa, eso siempre, como el rebaño en su conjunto, como todos, como a todos les manda el pastor con su perro pastor de ayuda de cámara.
Claro que siempre había habido ovejas negras, siempre había habido lobos que atacaban el rebaño, siempre había habido perros pastor venidos a menos, pastores desganados y otros que acababan por destruir su propio rebaño. Además, que se portaran como un rebaño no los convertía en ovejas, podían dejar de hacerlo igual que un día habían empezado a moverse al balido de los pastores.
Encendió otro cigarrillo, al fin y al cabo se había comprado un paquete entero aun sabiendo que no encendería todos los cigarrillos y que no sería capaz de fumarse uno entero pero había recordado a la Montiel con su puro y ella con su periódico del domingo en la terraza se sentía como ella... Fumando espero, pensó.