Cada Navidad era igual a la anterior y sabía que sería igual a la siguiente pero, curiosamente, aquel año no había caído pasto del hastío y el aburrimiento, de las comidas copiosas, los niños caprichosos ni los cuñados toca... esto; aquel año había sido igual pero diferente y, aunque le costaba entender el por qué, no se preocupaba por ello, si Ratzinger desde su profunda fe enaltecía la razón no iba a ella a comerse la cabeza por enaltecer los misterios de la Navidad desde su escueta y dudosa fe.
La culpa de su re-encuentro con la belleza de la Navidad la tenían, curiosamente, los más mayores: los abuelos que visitaban las ciudades de la Navidad y paseaban bajo sus luces reconociendo disfrutar como niños, los que acompañaban a sus nietos a la Cabalgata y a llevar las cartas a los pajes, los que sonreían felices esos días, más que ningún otro día del año, en una mesa en la que era todo jaleo, risas y voces, en la que en muchos ojos se sentían ausencias pero en la que en pocas bocas faltaban sonrisas, mesas de las que siempre huían los niños, con el beneplácito de los padres, y a las que sumaban discretamente los adolescentes, aplicando oreja y dejando constancia de que el niño que había en ellos estaba tomando ya las de Villadiego... Sabía que llegaría la Navidad en la que esos adolescentes peinarían canas y cambiarían pañales, en la que los abuelos de hoy ya no estarían...
Pero, allá penas... Recordaba vívidamente lo que disfrutaba su abuela celebrando la Navidad y el Año Nuevo en su casa, jugando a Papá Noel y a Reyes Magos, dando porrazos en la mesa para hacerse notar (que para eso había comprado una grandísima mesa de madera maciza), brindando por todo y por todos, comiendo (también de todo y no sabía si por todos pero desde luego más que por sí misma...).
Aquel año se dio cuenta de que aquella felicidad que le habían dado había sido solo un préstamo, no era para que la usara y la olvidara sino para que le diera vida en las Navidadades que vendrían sin su abuela a la mesa, para que diera a sus hijos, a sus sobrinos y, llegado el día si se daba el caso, a sus nietos aquel regalo, aquella felicidad, aquel amor, aquella familia...
Y aquella Navidad recordó, casi tanto como a su abuela, a Chesterton, quien decía que quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen porque no saben lo que deshacen... Y, añadía ella para sus adentros, familia no hay más que una y a vosotros os encontré en la calle, políticos del carajo.