Miró el reloj de estrellas colgado en la pared y de nuevo a la mesa sobre la que esperaba el desayuno, nadie se había asomado todavía a la cocina, pensó en dar un nuevo aviso pero optó por rendirse, no había forma humana de que su familia acelerase su ritmo matutino y, además, ella se merecía un café. Se sentó y, mientras ponía un poco de tomate en una tostada, llegaron todos a la mesa... menos una.
5 minutos más tarde entró como una tromba de agua en la cocina, despeinada, con sólo una manga de la chaqueta puesta, la mochila mal colgada de su hombro, varios libros en las manos y los cordones de los zapatos desatados; soltó todos los bártulos en la silla del rincón, se sentó frente a su cuenco de cereales y, a modo de buenos días, dijo ¡hoy voy a tener un gran día!. Ella la miraba desde detrás de su taza de café, como cada mañana y como cada día trataba de descifrarla pero aquella cabecita loca, optimista y obcecada era todavía un misterio para ella.
¿Y cómo lo sabes? preguntó su hermano tan protestón como siempre ¿lo has comprado en una tienda o qué?, ella puso los ojos en blanco por un momento porque esperaba el comentario, no había nadie en el mundo tan predecible como aquel pequeño rebelde sin causa que le había tocado por hermano. Ni tan siquiera le respondió, estaba demasiado ocupada tratando de dar buena cuenta de cuenco de cereales con forma de estrellas antes de volver a colgarse el montón de bártulos que había dejado en la silla del rincón para marcharse al colegio.
Entonces fue su madre la que repitió otra cantilena conocida y esperada... cepíllate los dientes, péinate, átate los cordones de los zapatos, ponte bien la chaqueta... ¡y ponte derecha!. Salió de la cocina mirando con cierta incomprensión hacia la mesa ¿cómo era posible que le hubiera tocado una familia tan aburrida? pensaba.
Pasó el día y, de vuelta a casa, se preguntaba en cuántos líos se habría metido su hijo y si su hija habría tenido el gran día que se auguraba en el desayuno; aparcó a manzana y media del colegio y se acercó a la puerta para recogerlos; salieron ambos corriendo, cada uno en una dirección como hacían siempre, pero acabaron ambos juntos y casi a la vez en la puerta del coche. Ante la pregunta ¿qué tal el día? le llovieron respuestas desde el asiento de atrás aliñadas con un ¡cállate! por aquí, un ¡me toca a mi! por allá... y ella sonreía mirándolos por el espejo retrovisor, tomando el pulso de sus gestos y sus voces, sabiendo que aquellas peleas eran el signo inequívoco de que todo iba bien.
Ya en casa, después de una rápida merienda, cada uno ocupó su cuarto para dar buena cuenta de sus deberes, ella preparó los uniformes del día siguiente mientras él compraba algo para la cena camino a casa y, cuando la vida comenzaba a desperezarse por las habitaciones tras los deberes, antes de que los niños tomaran el salón por campo de batalla, se repartieron la tarea de tomar lecciones y revisar deberes, ella se pidió a su loca optimista y obcecada.
Repasaron ciencias y sociales, también los ejercicios de matemáticas y hablaron acerca de una charla que les habían dado en el colegio sobre la situación de la mujer en el mundo ¡no pueden ir al cole! ¡y sólo por ser chicas! ¡¿te lo puedes creer?! sintió entonces la misma lucha interior de siempre, la satisfacción de ver a su pequeña cada día más consciente del mundo en que vivía y cierta tristeza por no poder borrarle el lado oscuro de la tierra, pero no se podía tapar el sol con un dedo, tampoco el lado oscuro de la tierra. ¿Pero sabes qué? todas las niñas somos estrellas... y todos los niños también, los pequeños somos los más importantes la miró preguntándose a dónde quería llegar y se limitó a hacer un gesto de cierta aceptación acerca de lo que la pequeña decía, es que mamá, los pequeños somos los que damos luz, como las estrellas.
Salieron de la habitación dispuestas a jugar una partida al trivial familiar antes de que llegase el momento de preparar la cena y, mientras caminaban por el pasillo le preguntó entonces, ¿has tenido el gran día que esperabas esta mañana? la niña respondió sin titubear ¡claro que sí!, entonces su hermano las interceptó en la puerta de su habitación y se encaró con ella ¿ah si? ¿y por qué? eh?, la niña lo miró sonriendo como si no acabara de entender la pregunta, se encogió de hombros y, dejando a su hermano atrás, dijo ¡pues porque he querido!.
Los miró mientras preparaban el tablero, los dados, las tarjetas y los quesitos para jugar y sonrió pensando que, tal vez, su pequeña no tuviese una mente tan compleja como ella pensaba, tal vez era ella quien se complicaba la vida más de lo debido cada día, tal vez, fuese sólo cuestión de afrontar los días como una niña, con a sonrisa puesta y la convicción de que, si quieres, serán buenos... sólo porque tú lo quieres. Los miró dipuestos a ambos lados de la mesa, armados con sus tarjetas y preparados para el juego, volvían a arrancarle una sonrisa porque era cierto... los pequeños eran las estrellas.