Soñar despierta en imposibles, pensarlos durante un día entero, era un placer que no solía concederse salvo cuando el desánimo y la ilusión perdida la obligaban a replegarse sobre sí misma para recomponerse y ver luego sentido al mundo y a su vida en él; y eso era algo que haría aquel domingo, nada en realidad, olvidar todo lo anterior y lo siguiente, para divagar sobre un futuro inexistente que comenzaba con una huída hacia delante que jamás emprendería.
Porque no, no se veía viviendo en una casa portátil, era más de poner buenos cimientos y construir sobre ellos ladrillo a ladrillo, pero imaginar que se liaba la manta a la cabeza y lo hacía le provocaba una íntima satisfacción a la que no pensaba renunciar sino más bien al contrario, alimentarla.
La primera pregunta era obligada ¿dónde plantaría su casa portátil? sin duda lo haría en una zona cálida del mundo y tan cerca del mar como fuese posible, Santorini era una tentadora posibilidad, también Zakynthos, y eso por no hablar de destinos más lejanos y no menos paradisíacos como Brasil.
No menos importante que el lugar era qué llevarse o no y, si bien tenía algunas dudas, había cosas que volaban directas a su maleta virtual; los biquinis eran de uso obligado, también las gafas de sol y algún homewear acorde a su nuevo hogar, libros, ni uno ni dos, todos!, toda una feria de libros, y smartphone... ni uno! porque si uno soñaba un imposible, el primero de ellos era, sin duda, la desconexión más completa...
Se llevaría un buen fondo musical y también algunos cuadernos y algún bolígrafo, barritas de cereales para que no faltase la energía y un reloj... pero sólo para verlo de lejos y no acercarse a él más que para comprobar si había llegado ya la hora de regresar a su tiempo y a su vida dejando la casa portátil abandonada en un rincón de sus sueños.
Claro que era un regreso bello y útil, placentero incluso, porque sentía su ser recompuesto en cierto modo y sus ganas dispuestas a desplegarse en pos de un sueño...