The Sunday Tale

Distopía

Érase una vez una distopía... una distopía aumentada que amenazaba con sepultar bajo el peso de su relato siglos de progreso y libertad.

Es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada... La frase no era suya, tampoco la idea; quien había condensado aquella verdad en una frase que se le antojaba incuestionable era Mark Twain pero aquella tarde estaba dispuesta apropiarse de ella y hacerla suya porque había sido ella, y no el bueno de Mark que lleva más de un siglo criando malvas, quien había sido testigo de lo certero de la frase de Twain.

Lo cierto es que no se había sorprendido, hacía mucho tiempo que conocía a Mark Twain a través de sus novelas e incluso de su biografía y ya entonces, en sus primeras lecturas del padre de la literatura norteamericana, había aceptado aquella idea acerca del engaño como cierta pero aquel fin de semana había descubierto cuán profundas eran las raíces del engaño del que hablaba Twain.

Había quedado a cenar con amigos, una cena rematada con gin tonics con lima y hierbabuena que todavía le pesaba en la cabeza a pesar de la buena noche de sueño y del par de cafés con los que había amanecido; se habían reído y lo habían pasado bien, habían dejado los temas serios en la puerta del restaurante y se habían dedicado a sonreirse a la cara, a disfrutar de la vida condimentándola con un menú mediterráneo y maridándola primero con vino y después con gin tonic ¿resultado? Una velada feliz que pudo dejar de serlo cuando alguno de sus compañeros de mesa y mantel se saltó la norma de dejar lo serio en la puerta del restaurante...

Paulo -que años atrás se había lamentado del precio de la luz enérgicamente... tan enérgicamente que se había manifestado como lo hiciera en sus años universitarios contra las leyes de educación y contra lo que se le pusiera por delante- les había dado un speech acerca de la lógica del precio de la luz; nadie le había contestado porque entre el vino y los gin tonics ni Paulo estaba tan lúcido como acostumbraba ni los demás dispuestos a enzarzarse en un debate político que habían sostenido una y mil veces sin encontrar jamás un punto de encuentro. Y Paulo lo sabía y como lo sabía no tomó aquella callada por respuesta satisfactoria para sus argumentos y acabó por decir no-sé-qué de que la culpa era del cha-cha-cha. Para cuando Eirene, tratando de desviar el tema y bajar así a su marido de la burra en la que se había subido, expuso su teoría acerca del sometimiento de la mujer en el mundo comparándose  así misma, con su pantalón de cuero y su top de lentejuelas, con las mujeres afganas obligadas a vivir bajo un burka, el silencio se hizo ya irrespirable y optaron por pedir la cuenta de modo que la velada conservara el halo del buen rollo y las buenas risas en las que había transcurrido.

El mundo era, para Paulo y para Eirene, una distopía, su propia distopía porque lo bueno de las distopías era que, al ser relatos, cada cual las modula a su antojo. Y aquel fin de semana ella se dio cuenta no solo de que las distopías eran lo mismo que aquello que les decían de pequeños: estar en la luna de Valencia, vivir en los mundos de Yupi... sino de que no era cierto que aquella falta de realismo, aquel modo de vivir fuera de la realidad, tuviera que ver solo con la edad y la madurez. (Y volvió a recordara Twain, es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada...).

Encendió la televisión y vio a una mujer de 27 años entrevistada en plena calle, en plena noche y en pleno botellón diciendo que tenía precisamente eso, 27 años, y que tenía derecho a salir, a pasárselo bien... Como si a los 47 años no tuviera uno ya derecho a pasárselo bien y como si a los 27 no tuviera uno todavía la obligación de hacer algo útil con su vida o, al menos, la obligación de ganarse su vida.

No quiso ver más, apagó de nuevo la televisión y se quedó barruntando acerca de cuánta razón, y cuántas razones, tenía el bueno de Mark Twain... No vayas diciendo que el mundo te debe un medio para ganarte la vida. El mundo no te debe nada, estaba aquí antes que tú.

Ahí estaba de nuevo la distopía, el mundo de derechos con el que uno nace sin media obligación en el reverso de esa moneda ¿cómo se logra hacer realidad tan utópica distopía? No se logra. Jamás. Pero hay dos cosas que sí son posibles: hacer que la gente viva eternamente en esa distopía teórica como se estaba logrando en las sociedades occidentales, o someter a la gente a esa misma distopía pero ya no de forma teórica sino práctica como sucedía en los países con gobiernos autocráticos, colectivistas e iliberales (los comunistas entre ellos, pero no solo...).

Y volvió de nuevo a la primera frase de Twain que había recordado aquella tarde: es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada... Y cuando alguien engaña masivamente sin que nadie sea capaz de dar la vuelta a esa mentira, cuando la gente vive en la distopía en la que nunca importa el qué sino el quién, cuando la gente está dispuesta a someterse a un gobernante siempre que sus ideas vistan el color que considera suyo, entonces cualquier locura es posible.

¿Y por qué era más fácil engañar que desmontar una mentira? He aquí la cuestión (cogió su libreta y decidió escribirlo para que no se le olvidara nunca): te engañan cuando confías, cuando crees, cuando tienes fe, cuandos das un voto de confianza... y esas son cosas que todos hacemos en muchas ocasiones a lo largo de nuestra vida, a veces sorteando el engaño, otras veces no. Cuando el engaño sucede hay que afrontar la ingenuidad propia, nuestra falta de perspicacia, la mayor inteligencia emocional del otro, ser engañados nos desnuda frente a nosotros mismos y nos hace sentirnos idiotas. Es más fácil dejarse engañar que afrontar esa triste realidad. Pero lo cierto es que solo quienes viven en la realidad logran transformarla para bien... Las distopías son siempre destructivas y cabe que sean eternas, hay quien dice que el engaño solo funciona hasta que falta el pan... Pero también entonces habrá quien diga que con los otros además del pan faltaría el agua... Y luego están las armas que silencian civil o físicamente a quienes se empeñan en desvelar la verdad, el despertar a la realidad al rebaño engañado...

Yo no tengo ideología, decía Reverte, tengo biblioteca.

Miró hacía su propia biblioteca, infinitamente más pequeña y peor surtida que la del escritor, y pensó que el derecho más valioso que tenía era el derecho a tener cada día más y mejor biblioteca y menos ideología. No se le ocurría mejor modo de desmontar la propaganda y sus distopías...