Se levantó pronto, en los hoteles nunca lograba alargar las noches hasta la mañana y, tras una larga y cálida ducha, bajó a desayunar. Paseó frente buffet con una bandeja en las manos eligiendo los primeros bocados del día; había queso y embutidos, huevos revueltos, en tortilla, pasados por agua e incluso fritos, tostadas y pan para tostar, bollos de chocolate, de crema y también de nata... ¿qué pondría en su bandeja? la respuesta era compleja en apariencia pero, en el fondo, una decisión sencilla: elegiría lo que le pedía el cuerpo, dicho de otro modo, lo que se le había puesto en las ganas: cogió algo de fruta para empezar el menú y pan con tomate para acompañar el café.
Dejó la bandeja sobre la mesa y se acercó a la máquina de café para descubrir un nuevo mundo de elecciones: expresso, americano, con nata, con leche entera o desnatada, bebida de soja, también de arroz, con azúcar -blanco o moreno-, estevia, aspartamo o sacarina... Se había acercado a la máquina de café sin pensar, dando por hecho que se pondría su café de cada mañana, con leche desnatada y sin azúcar pero, ante el mundo de elecciones que se abría entre ella y aquella máquina, dudó.
Respiró profundamente dos veces y finalmente se sirvió un expresso con leche ¿es que nada podía ser sencillo? pensaba mientras se acercaba de nuevo a la mesa dispuesta a disfrutar su desayuno.
Saboreó cada bocado de fruta después de regarlo con zumo de naranja natural, cubrió su tostada de tomate y removió el café como si le hubiese echado azúcar mientras su cabeza seguía dando vueltas, incómoda, ante la exigencia constante de pequeñas decisiones, insignificantes en apariencia, pero importantes todas, en su conjunto, al cabo de un desayuno... o una vida.
Mientras permitía que el café activase hasta la última terminación nerviosa de su cuerpo, pensaba que tal vez aquellas pequeñas decisiones -que tenían mucho de intrascendentes hasta que sentías el gusto o el disgusto en la boca cuando nada es como era ni como iba a ser- eran sólo un entrenamiento de vida, tal vez...
Se levantó con cierta calma y decidió pasear el desayuno antes de que el sol calentase como si no hubiera mañana y, mientras caminaba, se dio las explicaciones que encontraba razonables en su amanecer de pequeñas grandes decisiones.
Cada decisión suponía una elección y cada elección, por fuerza, suponía a su vez al menos un descarte; no le preocupaba qué elegir sino el coste de oportunidad de hacerlo, el inevitable menoscabo de sus opciones en cuanto se decantara por una. Se sentó en la arena y, mirando al mar al tiempo que sentía la suave brisa marina acariciándole la cara, sonreía... Y es que sabía que lo de nadar y guardar la ropa era una utopía que no tenía más recorrido que un buen sueño, antes o después había que nadar o guardar la ropa, quedarse en la orilla o aventurarse al mar como nunca antes.
Al volver a su habitación en el hotel, lo primero que hizo fue buscar su libreta de anotaciones y escribió con trazo firme: todas y cada una de las decisiones, por grandes o pequeñas que sean, representan una oportunidad: la oportunidad de definir el futuro. El precio de tomarlas nunca es alto porque, incluso cuando se demuestran erradas, arrojan otra oportunidad, la de empezar de nuevo ¿y qué es la vida más que un camino de elecciones a afrontar con decisión?.