Era un domingo de primavera, no era cálido pero tampoco frío, el sol lucía sólo a ratos y la brisa templaba los ánimos al tiempo que caldeaba el ambiente; y en aquel tiempo atemperado que no eran inverno ni verano ni lucía tampoco el color de la primavera, que era atípico y apático, soso y con tintes aburridos, sentía la realidad como una inmensa losa de piedra colgada sobre su espalda.
La soportaba, no sabía cómo ni por qué pero lo hacía, se sostenía en pie con aquel soberbio peso sobre sus hombros y, dado que no se concedía la rendición como salida a aquella presión sobre sí misma, pensó que merecía, al menos, un cuento. Un cuento de vida y risas, de aromas frescos y envolventes, de sabores jugosos y crujientes, de colores y de amores, de caricias y de magia... magia de la que te eleva del suelo y te permite flotar sobre la realidad en lugar de sentirla sobre ti.
El café humeante le supo amargo al primer trago y lo abandonó sobre la mesa, el universo conjuraba, pensó, aunque no sabía para que, de lo que no le cabía duda era de que nadie iba a contarle un cuento, nadie iba a escribir uno para ella, a reinventarle la vida ni a pintarle un final feliz... claro que siempre podía hacerlo ella misma. Aquella semana de abril quería música fondo, el sonido de un piano bien hermoso y bien tocado así que empezó así...
Sonaban notas lentas y suaves mientras ella recordaba su primer vestido de fiesta y tul, sus pequeños tacones con calcetines y la copa de champagne que llegó tiempo después; por entonces la vida era sueño y los sueños vida porque nada era imposible y todo se aliñaba con risas y sin prisas; se zambullía en la vida cada mañana, la mordía con pasión y sentía el sabor en todos sus matices y en la sensación de sus múltiples texturas, todo era ligero y liviano, la densidad no existía y la niebla se esfumaba cada día al despertar, entonces jugaba con el tiempo y, al final, siempre rodaba y ganaba... ganaba tiempo para seguir soñando la vida y viviendo los sueños, para enredarse en un bucle que parecía no tener fin o cuyo fin no era más que otro principio... porque la vida parecía ser, por encima de todas las cosas, una cuestión de principios.
Movió suavemente los hombros sintiendo como se desentumecían poco a poco, gesto a gesto, caminó hacia la cocina ligera, sin sentir peso adicional alguno sobre sí, cogió la taza de café ya frío y descubrió que estaba en su justo punto de dulzura... y es que al saberse dueña de sus principios y al sentirse en ellos como en su misma piel sintió por una vez las riendas de su vida entre sus manos.
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