Corría como alma que lleva el diablo, como si la vida y la muerte le fuesen en ello, como si fuera a perder el último tren o el último vuelo al paraíso; no se daba tregua, descanso ni respiro, 'corre, Forrest, corre' se decía recordando aquella película, aquel personaje, aquel modo sencillo y a la vez elocuente de explicar lo esencial de la vida, lo único que importaba. Y corría. Corría como alma que lleva el diablo...
El aire era cada vez más espeso y más intenso, o tal vez fuera su corazón, ya cansado, el que a duras penas aguantaba el ritmo de su carrera pero no podía parar; no necesitaba mirar atrás para saber que sus fantasmas le pisaban los talones; no eran malos sueños, no eran imaginaciones suyas ni ideas nacidas de sus propios miedos, eran lo que siempre había sabido, eran de lo que llevaba huyendo desde que tenía uso de razón; eran sus fantasmas que, con el paso del tiempo, se habían vuelto más corpóreos, más reales.
Lo que nunca quiso ser, lo que otros querían que fuera, lo que siempre detestó... Esos eran los tres fantasmas más grandes y envolventes, los conocía tan bien que no necesitaba verlos para saber que estaban ahí; sentía su olor, su calor, sentía la asfixia que provocaban... y corría más y más rápido, apretaba el paso y se decía que podía alejarse un poco más, aunque sólo fuese un paso más porque ahí, frente a ella, al alcance de su mano, estaba la libertad con la que siempre había soñado, por la que siempre había luchado, la que sus fantasmas siempre habían querido arrebatarle.
Sabía que tenía plomo en las alas, unas alas que habían sido recortadas durante su infancia con las tijeras del miedo, por eso no se atrevía a volar, no sabía si sus alas servirían ya para nada, pero podía correr... a veces sentía la tentanción de tratar de levantar el vuelo porque sabía que sus alas, si funcionasen, la llevarían más lejos pero ¿y si no lo hacían? ¿y si había demasiado plomo en ellas? Caería como un fardo en medio del camino y sería pasto de sus fantasmas... No, no correría ese riesgo, sólo correría.
Y mientras corría se juraba que nunca sería un lazo eterno para nadie, que sería amiga, compañera, apoyo y refugio pero nunca jamás un lazo que atara a nadie a ningún lugar, a ninguna oblicación, jamás trataría de convertirse por la fuerza de sus años en un imponderable de la vida de nadie; giró la cebeza y miró el camino de al lado por el que corría su hijo, ya un adolescente: a ratos corría, a ratos volaba, a ratos modorreaba bajo un árbol... y siempre sonreía (porque las notas habían sido las esperadas y disfrutaba de sus más que merecidas vacaciones) y se juró que siempre sería así, que siempre lo miraría de lejos sabiendo que el cordón umbilical se corta al nacer, que siempre estaría ahí para él pero que nunca, jamás y bajo ningún concepto, sería ella quien lo apartara de su camino ni tampoco quien se cruzara en él y no solo no le tocaría jamás sus alas, no permitiría que nada ni nadie lo hiciera, no al menos mientras como madre su obligación fuese ayudarle a crecer.
La libertad no se negocia. Es el valor supremo. Sí. Por encima del amor. Es más. Si coarta la libertad no es amor... no sé que es, pero no es amor por mucho que se le parezca a ratos.
...
Comenzó a sonar un pitido corto e intenso, molesto hasta el infinito y más allá, capaz de despertar incluso a los muertos y que, además, se repetía cada pocos segundos.
Se sentó en la cama, apagó el despertador. Era hora de levantarse y estaba cansada, como si se hubiese pasado la noche corriendo, huyendo de sus fantasmas...