Entró en la que fuera su casa de niña sin hacer apenas ruido, girando la llave con cuidado y cerrando la puerta tras de sí con gran sigilo, nadie se percató de su llegada.
La luz se colaba por la rendija de puerta del salón y con ella el bullicio de la sobremesa pero no fue eso lo que más llamó su atención; el aroma a café recién hecho era reconfortante, olía fuerte, tan cargado como lo hacía siempre su madre los domingos a petición de su padre, ese día le gustaba el café casi espeso porque lo complementaba con un chorro de orujo blanco, era su concesión de la semana a una dieta baja en grasas, en hidratos, en azúcares, en sal... baja en todo lo delicioso, como él solía decir.
El aroma del café casi hacía imperceptibles los demás pero no tardo en notar las notas dulces del bizcocho de naranja que tanto le gustaba de niña, a ella y más aún a su hermana; todavía flotaban en el ambiente, casi rendidas al aroma del café y el bizcocho, las notas aromáticas del arroz de cada domingo, adivinó que aquel día era negro y salivó sólo al pensarlo, al recordar la cremosa textura del arroz con la tinta de calamar; era el plato preferido por su hermano, el que su madre preparaba siempre para alegrarle el día por la boca.
Sintió la calidez de un hogar sin chimenea pero con recetas y cocina, sintió el cariño en los aromas de una casa familiar en la que recordaba tantos días buenos como malos, pero no importaba, ya no, porque la vida permanecía callada bajo el manto de los aromas de un hogar hecho a base de bizcochos de naranja y cafés de media tarde, de chocolates de desayuno y arroces de domingo, de pescados de lonja, tomates de la huerta y pimientos sorpresa, porque cada día su relleno era diferente.
Sintió el amor de una mujer en una cafetera de café fuerte, el de una madre en las ralladura de naranja que sería más tarde un bizcocho y en la tinta negra del calamar que acabaría en la cazuela y con arroz; sintió las risas y las miradas de reproche, los aplausos y las regañinas, los miedos, los noes, las puertas cerradas... y la ventana abierta por la que un día saldría volando sin la intención de regresar.
La niebla, primero suave y después intensamente fue escondiendo aquellas sensaciones, alejándolas de sí misma y sus recuerdos al tiempo que se despertaba. Abrió los ojos con pereza y sintió alivio al ver que todavía no había amanecido aunque sabía que no volvería a dormirse porque no conciliaba el sueño más que una vez por noche.
Recordaba vagamente el paseo errante de su imaginación mientras dormía y fue entonces cuando se dio cuenta de que cuando su abuela cocinaba, y cuando lo hacía su madre años después, no solo mezclaban ingredientes con intención de darse el gusto de comer rico, llenaban la casa de aromas apetecibles, complacían a base de notas sápidas a quienes se sentaban a su mesa, y vestían el hogar con algo que era único, el aroma, un aroma particular que sólo sentía cuando cruzaba el umbral de la casa de sus padres. Pensó entonces que, tal vez, el hogar no se hacía sino que se cocinaba... y se prometió un bizcocho de naranja para merendar.