Una librería de madera hasta el techo, con escalera para llegar a los libros de la última estantería, un gran sofá y un ventanal que inundara de luz natural el salón... eso en un piso pequeño y viejo pero en el corazón de Madrid, en su calle Mayor. Era más de lo que se había atrevido a soñar cuando vivía en otra ciudad, una mucho más pequeña, en el campo... sonrió al pensar que ella, como Carol, también había dejado atrás su Gopher Prairie pero, a diferencia de la Kennicott, ella no pensaba regresar jamás.
Hacía frío pero no importaba, se abrigó, se plantó un gorro de lana a juego con unos guantes ya viejos y se abrochó el abrigo, estrenó sus botas nuevas de caña alta y medio tacón y salió a la calle, allí estaba ella, viviendo en la Calle Mayor que sirviera de paseo de reyes a Isabel y Fernando, la misma en la que nació Calderón de la Barca y en la que murió Lope de Vega; miró a izquierda y a derecha ¿caminaría hacia la Puerta del sol por su acera para luego ir de allí a la Cuesta de la Vega y regresar a su portal o lo haría al revés? realmente no importaba.
Dejó que la llevaran sus pies a paso lento y fue fijándose en todo lo que la rodeaba, en los comercios viejos y en los nuevos, en los bares, en la gente que caminaba con prisa, en los niños que calzaban botas de agua con la esperanza de que rompiese a llover para jugar en los charcos, en los abuelos que paseaban cogidos del brazo, en la cola que se había formado frente a la farmacia, una botica antigua, tan antigua que contaba su historia por siglos...
Respiró profundamente y se rió de la contaminación, no porque fuese negacionista de nada, sino porque en su nariz era mucho más denso el aire en los pueblos pequeños en los que cuando regresabas a casa tu madre te contaba a qué habías dedicado la tarde que en las grandes ciudades, por más que oliesen a ratos a escape de coche viejo.
Según avanzaba la tarde y con ella su paseo vio más gente por la calle, por su calle, y se preguntó cuánto tardaría en mirar el mundo como lo hacía aquellos con los que se cruzaba aquella tarde, cuánto tardaría en liberarse de la maraña de miedos, prejuicos, complejos y otros vicios en los que había vivido y que, de algún modo, habían viajado con ella a su pequeño apartamento en la Calle Mayor.
Respiró profundamente de nuevo y se prometió estar alerta, darse tiempo pero ni un respiro porque si algo sabía, lo sabía tan bien que había hecho la maleta y había puesto rumbo a lo desconocido sin saber qué carajo iba a ser de ella tres meses después, es que no quería ser una Vida Sherwin... a lo sumo una Carol Kennicott, ¿aceptar aquello que no puedes cambiar? ¡qué remedio! ¿conformarse con ello? ¡nunca! ¿ser honesta consigo misma cada noche frente al espejo? ¡siempre!.
Cuando regresó a su apartamento y se sentó a leer junto a la ventana pensó que no importaba cómo terminara su aventura, lo único importante era vivirla y si llegado el caso tenía que sumar un nuevo fracaso a la lista de errores y despropósitos que había sido su vida hasta entonces, lo haría con gusto porque lo haría sabiendo que no hizo más que lo único que podía hacer... vivir.