The Sunday Tale

Alma en pena

Esta es la historia de un alma en pena perdida en la tierra que descubre lo absurdo de las batallas de los hombres nuevos...

Conservaba el paso lento de la Santa Compaña aunque ya no oía el tañido de la campana, sus pies se habían acostumbrado a aquel ritmo pausado y constante, sereno, tranquilo y triste, profundamente triste. Así camina el alma en pena sobre la tierra, invisible e intangible, convertida en un aliento eterno que sólo puede intuirse entre la bruma del amanecer.

¿Cuánto tiempo había pasado al frente de la Santa Compaña? Lo desconocía ¿Cuánto había pasado desde que aquel loco le arrebatara la campana para ocupar su puesto? Tampoco lo sabía. Lo que sí sabía es que su lugar en el mundo ya no estaba entre los vivos ni entre los muertos sino entre las almas en pena que, aún no muertas, tampoco estaban ya vivas.

No tenía cuerpo que lo contuviera ni intención alguna de apoderarse de uno, no al menos de uno que tuviera vida y alma propia, cada alma tenía su cuerpo y su vida, su oportunidad de sentir el mundo, de tocarlo, olerlo, morderlo... él había perdido la suya en una partida de dardos, no hizo diana y se echó al monte, cuando quiso darse cuenta de su error ya caminaba al frente de la Santa Compaña.

Ahora se paseaba solo, pausada y quedamente, pero solo, no quería más compañía que la de sus pies cansados ¿qué pies? Se sorprendía al sentir los pies y las manos que no tenía, era sólo un suspiro, un alma en pena, pero sentía incluso el latido del corazón que un día tuviera; había aprendido a sentirse sin dolerse, al fin al cabo su sentir era solo una evocación lejana, muy lejana, del cuerpo que un día tuviera, un cuerpo que había vuelto al polvo del que había nacido; llenaba las horas de sus días y sus noches caminando el mundo.

Sentía el sonido, aunque no podía oír; levantó el vuelo como solo un suspiro puede hacerlo y descubrió una muchedumbre dos calles más allá; se acercó más, un poco más, hasta colarse entre las gentes como una brisa rancia de un tiempo viejo... pero ni aquel aroma suyo tan ajado podía ocultar los olores que lo envolvían, los que emanaban de aquella muchedumbre; era el olor de la frustración y el miedo, el de la rabia ¿el del odio? Tal vez un poco, pero no de un odio verdadero de ese que nace del daño sufrido sino uno impostado alimentado al albur de los relatos y otros cuentos. Son jóvenes, pensó como hubiera pensado de haber tenido un cuerpo con su cabeza rellena de un buen cerebro ¿por qué sufren por el mundo si ellos son quienes están llamados transformarlo? ¿por qué se entretienen en lamentarse, frustrarse y enfadarse cuando tienen ante sí la inmensa tarea de mejorar el mundo que reciben, ese que tanto les duele, que tan poco les gusta...?

Dejó de mirar a la muchedumbre para fijarse en los detalles: vio rostros encendidos y ojos entrecerrados, alguna lágrima, bocas abiertas en pleno grito, puños cerrados, pantalones rotos, mochilas viejas, libros cerrados, sintió el hedor de las almas en pie de guerra, almas que desconocían la esencia de la batalla...

Entonces lo supo. Allí no había niños ni tampoco hombres ¿qué era aquello? Eran los niños que se habían perdido camino de ser hombres... Eran almas en pena en la tierra.