Y fue un día de otoño, de esos que amanecen entre dorado y rojizo, cuando empezó todo. Para mí. Y también para Cronista. "Uno de esos días perfectos de otoño tan comunes en las historias y tan raros en el mundo real". No para Kvothe. Para él, la historia empezó aquel día en el que, siendo un niño, unos terribles demonios destruyeron todo lo que amaba. Y desde entonces, sólo un deseo le empujó a seguir viviendo. "Quiero vengarme de los Chandrian”.
Así empezó todo. Parece un argumento sencillo, ¿verdad? La venganza. Sencillo y muy conocido. Puede que hasta demasiado trillado. Pero no. Nada más lejos de la maravillosa realidad creada por Patrick Rothfuss. Una historia soberbia. Una de las mejores historias que he leído en los últimos años. Así es El nombre del viento. Magnífica. Fantástica. Repleta de seres imaginarios y escenarios irreales. Fantasía pura, sí. Pero sin clichés. No en vano, “Rothfuss trabajó incansablemente catorce años seguidos para que la historia de Kvothe no contuviera ninguna de las siempre irritantes convenciones del género”, dice Manu González en la revista Qué Leer.
En ella encontramos de todo. Misterios, peligros, romances, peleas, alquimia, ilusión, imaginación, seres sobrenaturales… Aventuras narradas con un lenguaje poético embriagador. Lirismo puro, sí. Porque además de héroe, villano, bardo, estudiante, mendigo, músico y mago, Kvothe es un poeta. Y reconozco que a mí, la poesía convertida en prosa me pierde. Pero hallamos también ritmo. Mucho ritmo. Trepidante a veces, otras sosegado, como mecido por las notas de un dulce laúd capaz de calmar las iras de nuestro protagonista. Y las nuestras. Porque la novela nos hace vibrar, gritar, odiar, amar, soñar, cantar, sonreír, incluso reír; despierta pasiones, provoca furias y desata rencores. Porque –y esta es otra de las grandes virtudes del autor– Patrick Rothfuss construye personajes fascinantes, dibuja ambientes cálidos, enigmáticos o sobrecogedores con un realismo tal que nos traslada directamente a esa especie de pasado como de ciencia ficción. A ese universo medieval donde sus habitantes hablan idiomas extraños, pagan con drabines, iotas o talentos y beben cerveza, metheglin y vino de fresas. A ese lugar imaginario donde en la universidad, además de aritmética, historia, química o anatomía, se aprende a dominar el fuego y a pronunciar el nombre del viento.
La crítica –que no ha parado de hablar de ella desde su publicación allá por el 2009– se ha afanado en compararlo con Harry Potter (por aquello de la magia, supongo), con las fantasías medievales de George R.R. Martin y con las crónicas de la Tierra Media de J.R.R. Tolkien. Debe ser inevitable. Y aunque me declaro fan incondicional tanto de Martin como de Tolkien, en mi opinión nada tienen que ver los unos con los otros y menos aún con Rothfuss. Porque, aunque él también los admira, entre el Mar de Centhe y los Montes Stormwal no caben hadas, enanos ni elfos.
Y fue aquél otoño de 2010 cuando empezó todo. Y tuve suerte. Pues en lugar de esperar casi tres largos años, me bastó con otro octubre para templar mi ansiedad –digo “bastó” porque ochocientas y pico páginas susurrando el nombre del viento no son suficientes– y, sin apenas aliento, llegar al “segundo día” para poder descubrir qué (o a quién) teme un hombre sabio. Pero esa es otra historia. O la misma. La de Kvothe. Otro día os la cuento.
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Título: El nombre del viento
Autor: Patrick Rothfuss
Traducción: Gemma Rovira
Plaza & Janés. Barcelona, 2009
ISBN: 978-84-01-352348