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El Fogonero ilustrado y la narrativa kafkiana

El Fogonero, la breve e intensa obra de Franz Kafka publicada en 1913, refleja toda la preocupación encerrada en la narrativa del escritor checo.

Cuando se cumple un siglo de la publicación de La metamorfosis —obra maestra de todos los tiempos cuyo título original, La transformación, en pugna con su traducción al castellano, ha suscitado más de una polémica—, retomar a Franz Kafka es casi un deber. Un compromiso ineludible. Pero, y por encima de todo, un inmenso placer.

Melancólico, obsesivo, extravagante, meticuloso hasta el extremo, Kafka vivía en permanente crisis. Abrumado por las imposiciones de un padre que le forzó, entre otras cosas, a estudiar derecho y las exigencias laborales como agente de seguros en una diminuta oficina —como un cero a la izquierda—, encontró en la literatura (en la ajena y la suya) la única manera de escapar de esa realidad agobiante que le pesaba como una losa. Actividad que, paradójicamente, más de una vez le hizo sentirse como ese cero a la izquierda, ese inútil del que huía con desesperación. Porque todo en Kafka era una contradicción.

Tanto que deambulaba por la escritura del mismo modo que por las calles de Praga, como una sombra oscura. Porque él, tan obcecado por hallar la precisión, la exactitud, la perfección en cada una de las palabras que salían de su pluma —esa misma búsqueda de la pureza lingüística que a veces le paralizaba hasta impedirle hilar más de dos palabras—, escribía ajeno por completo al oficio de escritor.

Y es que Kafka no sabía (ni le interesaba) que iba a convertirse en uno de los autores más influyentes, estudiados, reseñados e imitados; uno de los grandes, en fin, del siglo XX. Porque en Kafka casi todo fue póstumo. Puede que él mismo fuera un póstumo sin saberlo, sin intentarlo siquiera. Porque intentar, no intentaba nada. Obedecía como el mejor de los alumnos del Instituto Benjamenta,  y sin embargo era un desobediente recalcitrante. Desobedecía constantemente. Cada vez que se encerraba “no como un ermitaño, eso no sería suficiente, sino como  un muerto […] y de igual modo que al muerto no se puede sacar de su tumba, tampoco a mí de mi escritorio durante la noche”.

De la intensa discordancia externa e interna que domina la vida y la creatividad de Kafka nace la genialidad más absurda, compleja, sofocante y disparatada; hasta el extremo de desear ver arder hasta el último de sus manuscritos. Afortunadamente, Max Brod —el encargado de la quema como un vulgar inquisidor— se saltó a la torera las indicaciones de su amigo Franz e hizo de él el póstumo que todos conocemos. Entre lo poco no póstumo del escritor checo, La metamorfosis es sin duda la obra más conocida. Pero no la única.

Pues si Gregorio Samsa celebra estos días su primer centenario como ser transformado, otra extravagante criatura —algo más desconocida, aunque bastante menos siniestra que el bicho praguense— había visto la luz editorial un par de años antes. Se trata del joven Karl Roßmann, un chaval de “familia bien” embarcado vía Nueva York para purgar su oscuro pasado como seductor de criadas y que se erige en esta historia como el más kafkiano de los abogados de pleitos pobres. Aunque es El fogonero el verdadero héroe del cuento (y el que da título al mismo) que se publicó por primera vez como libro independiente en 1913 y terminó siendo el primer capítulo de El desaparecido, la inacabada novela de Kafka.

Y es Nordica Libros —la misma que aprovecha el siglo de La metamorfosis para lanzar una magnífica edición de la obra traducida por Isabel Hernández e ilustrada por Antonio Santos— la editorial que atesora entre sus fondos la deliciosa versión de El Fogonero que, traducida por Juan Andrés García Román e ilustrada por Max, publicó en 2013 con motivo del centenario de la obrita.

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Título: El fogonero
Autor: Franz Kafka
Traducción: Juan Andrés García Román
Ilustrado por Max
ISBN: 978-84-16112-56-2