¡La vida, en ocasiones, es dura, amigos! No vamos a negar nadie que todos vivimos momentos de negativa agitación interior. Momentos laborales, sociales, familiares, incluso, que nos provocan un acusado hervor y sordas convulsiones en el pecho, que van subiendo por los hombros, hacia el cuello y llegan hasta la garganta donde, una de dos, se reprimen, o las dejamos escapar con todas sus salvajes hechuras. En otras ocasiones, puede ser peor, puesto que esa rabia contenida cambia de rumbo y se desplaza por los hombros, hacia los brazos, tocando esos nervios que reciben la orden de cerrar el puño y golpear lo que tengamos delante.
Cosas que nos ocurren en momentos concretos, aunque la ira que generan apenas dura unos pocos segundos, por suerte. Si la indignación va acompañada de autocontrol, entonces todo va bien…
En uno de esos viajes interiores raros que hago de vez en cuando, caminaba por una calle en una ciudad irlandesa, probablemente en los primeros años del pasado siglo XX, cuando me encontré a Paddy Leonard. El hombre marchaba para su casa un tanto ebrio y preocupado por su amigo Farrington, al cual veía un poco al borde de un abismo del que difícilmente podía alejarse. Me contó lo que a Farrington le había acontecido ese día y que no voy a reproducir ahora, que para eso es mejor que os leáis el magnífico relato corto – muy corto – que James Joyce, genio irrepetible de las letras, escribió contando él mismo la historia de este pobre hombre durante las horas que precedieron a su entrada en la cantina de O´Neill´s. La verdad es que, aunque un tanto exagerado, es muy posible que nos haya ocurrido algo así en nuestro trabajo si hemos tenido la mala suerte de topar con un jefe intransigente, de esos que se ven netamente superiores a cualquiera que esté por debajo de ellos. De esos que ya no se estilan. Figuras que, poco a poco, irán ahogándose en el vómito que sus métodos provocan.
Cosas, decía, que nos ocurren en momentos concretos, aunque la ira que generan apenas dura unos pocos segundos, por suerte. Si la indignación va acompañada de autocontrol, entonces todo va bien… Lo malo es que esa indignación, esa rabia contenida, no vaya acompañada de autocontrol y, aún peor, no esté exenta de la cobardía del hombre que reluce en el momento en el que siempre paga con el que es más débil. Recibir el palo del fuerte, callarse, hervir por dentro y pasar a dar el palo al débil, haciendo de éste el repositorio de nuestras frustraciones. Triste y también real en más ocasiones que las que quisiéramos. Siempre queda, insisto, la esperanza de que el autocontrol y la valentía para con el débil se imponga.
Hablamos de situaciones que conocemos. Es posible que a alguien que conozcamos le haya ocurrido en primera persona – ójala me equivoque-. Pero volvamos al relato de Joyce, porque si disponéis de diez o quince minutos, no dejéis de leerlo para comprobar que todo lo que os he contado, por duro que sea, por muchas desagradables imágenes que nos evoque, queda en nada comparado con la maestría para expresar esa triste vida que a algunos les ha tocado vivir - ¡maldita suerte! – que emana de Duplicados, de James Joyce.
Una lectura de esas que te deja pensando más de dos ratos… Imprescindible.