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Cien años de soledad

Sólo el principio de Cien años de Soledad ya es absolutamente brillante y desprende realismo mágico por los cuatro costados.

Yo estuve en Macondo, lo sé. Hoy cierro los ojos y aún soy capaz de transportarme al aroma de su entorno. Todo ocurre porque llevo en mi mano los pergaminos de Melquiades, el gitano que, como sabéis, nos trae al pueblo los inventos más innovadores de los últimos tiempos, llevando siempre consigo esos pergaminos intraducibles. Hoy los tengo yo. Abro los ojos…

Ahora estoy aquí, frente a este texto que intento descifrar antes de ser escrito – como los pergaminos-. Fue en el segundo intento cuando logré  comprender todo lo que encierran cien años de soledad. Si, os confieso que la primera vez que abrí la obra maestra de García Márquez lo abandoné cuando llevaba leídas unas pocas decenas de páginas. Años después lo retomé, comencé de nuevo y no pude evitar leerlo de un tirón. Los pergaminos de Melquiades me tenían loco.

Pero mientras se averiguaba o no el significado de los dichosos pergaminos, estuve en ese lugar, lo sé. Estuve con José Arcadio Buendía, obligado fundador de Macondo, a causa de Prudencio Aguilar, al que mató en duelo y un maldito remordimiento estuvo persiguiéndolo toda su vida. Y con Úrsula Iguarán, su esposa y la espina dorsal de toda la familia - años de vida le avalan - desde el primero hasta el último; el pobre niño que nació con cola de cerdo y que se comieron las hormigas. No pude estar allí en ese momento para ayudarle. ¡Una lástima! Pero ya se sabe que un matrimonio con un vínculo familiar conlleva el riesgo de tener un descendiente con cola de cerdo.

No menos asombroso fue ver cómo Remedios desaparecía elevándose envuelta en una sábana y, más asombroso aún, aquel diluvio que duró más de cuatro años de forma ininterrumpida.  O la peste del insomnio, una extraña enfermedad que provoca que, quien la padece, deja de dormir y pierde la memoria. Estuve allí y lo viví, porque leí todo el libro de un tirón  - si, en mi segundo intento – porque me tenían loco los pergaminos de Melquiades, los cuales encierran todo el misterio de Cien años de soledad

Gabriel García Márquez consigue que hoy, muchos años después, frente a una pantalla de ordenador, yo haya de recordar aquella tarde remota en la que cayó en mis manos por segunda vez su obra maestra Cien años de soledad haciéndome creer que yo estuve en ese lugar. Algo parecido a lo que le ocurriera al primero de los hijos de José Arcadio y Úrsula que naciera en Macondo: Aureliano. Porque ya sabéis que…

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo.

Sólo el principio ya es absolutamente brillante y desprende realismo mágico por los cuatro costados. No puedo creer que haya quien aún no lo haya leído.

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