Puede parecer increíble, pero ahí están: 150 kilómetros de costa que siguen siendo una secuencia de playas, acantilados, arrecifes de corales, manglares, matas y ríos. Es decir, lo mismo que vio Pedro Álvarez Cabral en el año 1500, cuando fue el primer portugués en avistar la tierra que hoy llamamos Brasil. Al sur de Salvador de Bahía, la Costa del Descubrimiento no ha sufrido los efectos nocivos del desarrollo, y aún es posible entrar en contacto con exuberante naturaleza y tribus indígenas. No por nada fue declarada Patrimonio Natural Mundial por la Unesco.
Viajar por esta zona de Brasil es hacerlo por pequeñas ciudades y comunidades en las que el máximo lujo es estar en contacto con su autenticidad. Uno de los núcleos principales es Belmonte, poblada por colonos a partir del siglo XVIII donde antes tenían su hogar los indígenas botocudos. Allí es posible conocer el guaiamum, una especie de cangrejo gigante que llama la atención por su color azul.
Desde allí es posible acercarse a infinidad de playas de arena blanca y palmeras (la Praia de las Tortugas o Itacimirim tiene piscinas naturales en la marea baja), así como a arrecifes donde bucear, como la ensenada de Santo André. Y es un santuario del surf. Aquí se encuentran, por ejemplo, las playas de Lençóis o Mutarí, que parecen diseñadas precisamente para practicar deportes acuáticos.
Quien quiera vivir la experiencia indígena tendrá que acercarse a Santa Cruz Cabrália. El malecón, diseñado con motivos precolombinos y tótems esculpidos en madera, marcan el inicio de la tierra de las tribus que aún se asientan allí. Imposible irse sin visitar allí el Museo del Indio o el Comercio Pataxó, un edificio en forma circular con 54 puestos ocupados por indígenas comerciantes.
Sin duda, un Brasil diferente y que enamora por igual a amantes de la naturaleza, interesados en la historia de los Descubrimientos y a quienes buscan las mejores olas y arrecifes de coral.
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