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A la búsqueda del tiempo perdido

González Byass promueve una iniciativa que rinde homenaje a aquellos que hicieron posible la expansión del vino de Jerez al mundo por el Guadalete, y revaloriza su alto valor histórico y medioambiental.

Cádiz ha sido el escenario de numerosos mitos e historias que permanecen en el recuerdo como ecos del pasado. Cualquiera que navegue hasta su bahía o recorra su campiña entenderá que se encuentra en un lugar que la historia ha ido modelando y dotando de contenido. Hoy, la Bahía de Cádiz está formada por una de las redes de ciudades históricas más antiguas y densas de Andalucía en delicada coexistencia con unos espacios de gran valor ecológico. Esta dualidad se advierte en el río Guadalete, un río que si para la geografía nace en la sierra de Grazalema, para la historia nace del mito, siendo unas veces el Lethe griego, otras el Cilbus romano y otras el Wadi Lakka hispanomusulmán, el río del olvido. Paradójica alegoría para un cauce que históricamente ha comunicado la sierra, la campiña y el litoral gaditanos, y a estas tierras con el Mediterráneo más antiguo. Desde hace 3000 años fenicios, griegos y romanos encontraron en esta parte de occidente el lugar ideal para cultivar olivares y viñedos, y para comercializar salazones, aceites y vinos. Como éstos, el vino de Jerez siempre ha sido parte de ese comercio, utilizando el Guadalete para su despacho a ultramar. De la importancia del Guadalete para Jerez dan cuenta los numerosos proyectos que para la mejora de la navegación del río se llegaron a formular en la historia, pues buscar una salida al mar fue una constante para la ciudad.

Con la intención de rendir tributo a los hombres y mujeres que hicieron posible la expansión del vino de Jerez al mundo por el río Guadalete, la bodega jerezana González Byass ha lanzado la Travesía Tío Pepe Guadalete 2016, una iniciativa que evoca el recorrido que a través de este cauce histórico realizaban las botas de Jerez, desde el centro de la ciudad hasta los buques fondeados en la bahía para ser llevados a ultramar. La travesía arranca en El Puerto de Santa María, la ciudad de los cien palacios, las casas que la burguesía local construyó en los siglos XVII y XVIII gracias al prestigio que esta ciudad alcanzó con motivo del comercio americano. No había un comerciante de Indias que al construir su casa no le añadiera una torre mirador. Se puede contemplar un buen número de ellas en el recorrido urbano del río, un tramo que parece que hubiera estado siempre ahí. Pero no, no lo creó la naturaleza sino la iniciativa del hombre. Además del Portus Gaditanus, construido en el siglo I por el gaditano Lucio Cornelio Balbo, es especialmente significativa la apertura a principios del XVIII del tramo recto de más de tres kilómetros que, aguas arribas, da paso a una verdadera demostración de biodiversidad.

Por el Parque Natural del Guadalete el rio circula sereno y cargado de nutrientes. Sólo plantas como espartinas, salicornias y sarcocornias pueden sobrevivir a la salinidad del suelo. Sin embargo, la marisma es uno de los ecosistemas más productivos de la naturaleza. Dedicados tradicionalmente al pasto y la explotación salinera, estos suelos han dado paso actualmente a otras actividades como el marisqueo de estero, la pesca de bajura y la acuicultura. Su posición entre Doñana y el Estrecho hacen del río un lugar privilegiado para la observación de aves como charrancitos, cigüeñuelas, avocetas, alcatraces, cormoranes, gaviotas patiamarillas, correlimos tridáctilos, agujas colipintas, chorlitejos patinegro y moritos. En la orilla derecha dejamos el molino del Caño, un edificio a dos aguas construido con la famosa piedra ostionera de la cercana Sierra de San Cristóbal. Si bien su función principal fue realizar la molienda de cereales utilizando la energía de las mareas, hoy este molino de pan moler alberga Aponiente, el proyecto gastronómico y biológico marino de Ángel León, el Chef del Mar.

Desde ahí hasta la barriada de El Portal -escala fluvial destinada al comercio desde época romana-, el río discurre meandriforme por las marismas de Doña Blanca, donde no es difícil imaginar aquellos días no muy lejanos en los que anguilas, albures, sargos, lenguados y sábalos se pescaban con velos, trasmallos, tablonazos y zarampañas. Son las tierras de la Tapa, la huella de uno de los viejos intentos de unir Jerez -ciudad de realengo- con la Bahía de Cádiz sin tener que pasar por el Puerto de Santa María –señorío jurisdiccional del Duque de Medinaceli-. También son las tierras de afamadas huertas y manantiales, lugares donde se embarcaron río abajo las piedras calizas con los que se construyó la catedral de Sevilla. Las mismas piedras que mucho tiempo antes sirvieron para la construcción de las murallas y los lagares del yacimiento de Doña Blanca, hoy lejos del río pero antaño puerto fluvial. Poco antes de llegar a La Corta, un azud del siglo XX construido para detener la carrera de las mareas, se encontraba el antiguo embarcadero de Jerez. Allí paramos para brindar por todos aquellos que lucharon por el transporte de las botas de vino hasta el Guadalete, y de allí, al mundo. No fue fácil. Pero hay algo en la vida que sea fácil y merezca la pena?.

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