No sido César Aira ni Javier Marías. Tampoco los eternos candidatos al premio, Haruki Murakami o Philip Roth, que sólo ganan en las quinielas. El Premio Nobel de Literatura 2017 ha ido a parar a las manos del anglojaponés Kazuo Ishiguro. Al fin la Academia Sueca ha recuperado la cordura y se ha rendido ante la prosa de un escritor más conocido en nuestro país por el cine —seamos sinceros— que por los libros. Y eso que Anagrama lleva editando su obra desde hace casi dos décadas.
Él mismo es un cinéfilo empedernido, célebre por sus guiones (La condesa rusa) y la adaptación cinematográfica de sus libros El resto del día (conocida en España como Lo que queda del día), con Anthony Hopkins y Emma Thompson, o Nunca me abandones. Tampoco la crítica extranjera fue muy compasiva con algunas de sus obras. Sin embargo, su uso del lenguaje —de un lirismo innato—tan denso y artístico, ha inclinado la balanza de los suecos en favor de un escritor “que, en novelas de gran fuerza emocional, ha revelado el abismo bajo nuestro ilusorio sentimiento de pertenencia al mundo”.
Cuando le anunciaron la feliz noticia, creyó que era una broma. “Es una noticia sorprendente y totalmente inesperada. Llega en un momento en el que el mundo vive con incertidumbre sus valores, su liderazgo y su seguridad. Sólo espero que recibir este enorme honor sirva, aunque sea un poco, para alentar la buena voluntad y la paz”, declaraba ante los medios británicos. Por fortuna, este reconocimiento al autor de Cuando fuimos huérfanos, y a pesar de la sorpresa general, supone el regreso académico a los cauces literarios; además de ser, como afirma Vargas Llosa en El País, un premio que pone en valor a un novelista de primera línea.
Kazuo Ishiguro nació en Nagasaki (Japón) en 1954, pero a los seis años se trasladó con sus padres a Surrey, en el sur de Inglaterra. Allí creció, se formó en Kent y acabó afincado en Londres sin perder jamás su alma japonesa. Su obra refleja todo el imaginario oriental a través de una prosa hermosa, depurada e intimista. Suelen ser los protagonistas de sus relatos y novelas los encargados de construir la columna vertebral de los mismos.
En la narrativa de Ishiguro, las apariencias casi siempre engañan. Más centrado en la identidad que en la trama, lo que de verdad importa en sus textos es la experiencia vital de los personajes, su búsqueda incesante de un lugar propio en un mundo distópico e injusto. Todo ello, coloreado por un rastro de melancolía y nostalgia, transcurre en espacios distorsionados, a caballo entre la fachada y la realidad.
Su última obra, El gigante enterrado, insiste en las fantasías erráticas de las gentes que lidian con el pasado y tratan de hacerse un hueco allí donde nada encaja. En apariencia. Porque Ishiguro al final logra reconstruir ese damero imposible de memorias, sueños rotos (o no tanto) y desarraigo, mediante un lenguaje exquisito, delicado también, minucioso y decidido al tiempo.
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