Un padre intenta conseguir a su hija un traje oficial de una serie japonesa de anime. Que simple, que habitual, que cotidiano. El traje cuesta demasiado caro, y el padre se ve obligado a iniciar un juego de chantajes y relaciones extrañas para poder conseguirlo, porque es un simple profesor en paro. Conoce así a otro profesor de pasado gris y a una chica con problemas mentales. Y junto a ellos se ve envuelto en una red de intereses que harán de su vida un remolino del que no será nada fácil salir... si es que sale. Ese es el argumento de Magical Girl, la película de Carlos Vermut, triunfadora del último Festival de San Sebastián. Alguno ha pensado ante la lectura que ya le vale al padre, que las peticiones de los niños tienen un límite. Otro que la hija debe ser una cría maleducada y caprichosa, y que tiene dominado al padre, seguramente una persona sin demasiada personalidad.
Bueno, está bien. La niña, la hija del profesor en paro, tiene un cáncer terminal. Imagino que Alguno y Otro habrán cambiado sus primeras apreciaciones sobre el argumento ¿verdad? Ese es el juego de Vermut, el jugar con nuestras apreciaciones sobre lo que vemos, el llevarnos de un lado a otro para terminar por dirigirnos al contrario, o al más próximo. Vermut nos habla a la vez de cosas que conocemos para que nos adentremos en las que nos son ajenas, o al menos creemos que lo son. Y lo hace con una maestría que ha provocado la casi unánime respuesta positiva de la crítica y el público que ha visto la película, y que señalan al director madrileño como la aparición más deslumbrante del cine español de los últimos tiempos, colocando a la vez a Magical Girl inmediatamente en un lugar entre los clásicos de ese cine.
Así que sí o sí, habrá que acercarse a ver Magical Girl, ya sea por comprobar la veracidad de tales afirmaciones, ya sea por asistir a dos horas de cine de intrincada, gris y extraña belleza.
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