Para el que firma este artículo, y es posible que para los que compartan con él una cierta edad, decir Semana Santa y acordarse de un tipo vestido de romano es lo mismo. Puede ser Charlton Heston en Ben-Hur, Robert Taylor en Quo Vadis o Richard Burton en La Túnica Sagrada, pero esos pechos de lata, esas rodillas al aire y esas sandalias vienen a nuestra mente como las torrijas vienen a nuestros estómagos cada vez que el calendario ronda el jueves santo. Aquellas películas eran programadas en paquetes, ciclos y maratones en nuestra televisión española casi sin solución de continuidad, de la misma manera que no debe haber calle de Sevilla que no tenga su propia procesión.
Claro que el quid del asunto no era precisamente mostrarnos los usos y costumbres del Imperio Romano ni enseñarnos su grandeza. La cosa era imbuirnos del espíritu cristiano que parecía surgir de todas partes al celebrar la pasión y muerte de Jesús de Nazaret, que por lo visto era lo que se celebraba en Semana Santa, todo muy serio y muy profundo. Uno nunca se tomó en serio todo esto, ateísmo mediante, y terminó más bien por verlo como un periodo de tiempo apto para dos cosas, a saber: salir de Madrid hacia cualquier punto del mapa escapando del Rey de Reyes de Nicholas Ray, o quedarse en casita y programarse uno mismo un ciclo de cine mucho más acorde con la personalidad, aunque sin desestimar cierta referencia a la festividad que llenaba nuestras televisiones de romanos. Visto que lo primero nunca ha sido demasiado original, y se le ocurre a millones además que a mi, lo del cine mío de cada Semana Santa se ha terminado por convertir en una especie de tradición que al menos puedo compartir con sufridores del asunto como yo, para que se pueda convertir en el cine nuestro de estos días. Para todos los demás, que disfruten como puedan, quieran o les dejen de las fiestas.
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