En el siglo XVIII, cuando la clase media estaba formada por poco más que comerciantes y tenderos, no existía en Europa un público suficientemente amplio e interesado que asistiera a los teatros y las salas de concierto, por lo que el mecenazgo de la nobleza era indispensable para la subsistencia de los músicos. Al igual que sucedía con mayordomos, cocheros, maestros, cocineros o pajes, los aristócratas reclutaban compositores para integrarlos al personal de sus palacios. En 1761, Haydn sabía que necesitaba el patrocinio de una familia poderosa si quería sobrevivir y asegurarse un porvenir. Eso fue precisamente lo que consiguió cuando el príncipe Paul Anton Esterházy lo contrató como vicemaestro de capilla de su palacio de Eisenstadt.
Los Esterházy de Galantha eran una antigua familia húngara y una de las más ricas e influyentes de Europa oriental. Pasaban los inviernos en Viena y los veranos en alguno de sus castillos repartidos por todo el Imperio austrohúngaro, a los que trasladaban una rica capilla compuesta por orquesta, coro y solistas. La orquesta de los Esterházy, que llegó a tener 21 músicos en el año en que Haydn entró en la corte, le dio al maestro vienés la oportunidad de experimentar grandes desarrollos en la composición sinfónica. El primer encargo que recibió de su nuevo patrono fueron tres sinfonías, la sexta, la séptima y la octava, inspiradas en cada parte del día, la mañana, el mediodía y la tarde. ¿Y de la noche? No, sobre la noche no compuso ninguna sinfonía. No, porque Haydn era un compositor del Siglo de las Luces, de la Ilustración, una época marcada el clasicismo, una corriente artística que buscaba inspiración en los modelos de la Antigüedad clásica y tenía como ideales la razón, la naturalidad, la sobriedad, la crítica, el orden, el progreso, la educación, la armonía… y la claridad. Era una época simple, plácida y refinada, una época de palacios rococó, pelucas empolvadas y lunares de quita y pon.
Después de la muerte de Nicolaus el Magnífico Esterházy en 1790, su primogénito y sucesor, el príncipe Anton, decidió despedir a toda la orquesta, a excepción de los instrumentos de viento que le eran útiles para las cacerías. No compartía la pasión de su padre por la música pero, después de casi treinta años a su servicio, la familia sentía verdadero aprecio por Haydn, por lo que le permitió conservar el título honorífico de Kappelmeister y le asignó una pensión vitalicia sin necesidad de mantenerse a su servicio. Liberado a sus casi sesenta años, Haydn decidió aprovechar la propuesta del empresario y violinista Johann Peter Salomon de efectuar una gira por Londres, la floreciente ciudad donde todo el mundo quería conocer a aquella celebridad encerrada hasta entonces en una jaula de oro. En Inglaterra recibió reconocimientos muy importantes, como un doctorado Honoris causa de la Universidad de Oxford. La Sinfonía 92, desconocida en aquel país, fue la elegida por Haydn para ser interpretada en la ceremonia celebrada en julio de 1791, y de ahí el sobrenombre de Oxford. En los cinco años siguientes compuso las doce últimas sinfonías de su extenso catálogo, conocidas como las Sinfonías Londres -las consideradas como la cima de su creación sinfónica- para estrenarlas en los conciertos organizados por Salomon. Por primera vez en su vida tuvo la oportunidad de ver sus obras tocadas en teatros como el Covent Garden y el Drury Lane. El éxito cosechado le permitió regresar a Viena no como un Kapellmeister jubilado sino como en una celebridad internacional convertida en Padre de la Sinfonía.