La luna es un astro, pero también una obsesión temprana. Tan temprana como el siglo segundo de nuestra era, cuando uno de los más célebres humoristas de la Antigüedad, el sirio Luciano de Samósata, inaugura la saga de los grandes viajes imaginarios hacia el astro de plata, lugar donde los selenitas hilan y cardan los metales y el vidrio, se quitan y se ponen los ojos y beben aire exprimido. En esos Relatos Verídicos de Samósata se desarrolla una idea muy aproximada de la que mil trescientos años después sería ampliada por Ariosto en Orlando furioso, el extraordinario poema épico en el que la Luna aparece como una prolongación de la Tierra, de forma que todo lo que se extravía aquí -los suspiros férvidos de los amantes, las horas que en los vicios se enajenan, el tiempo inútil de hombres ignorantes, los locos designios que la mente apenan…los vanos deseos pululantes- lo podremos hallar si allá subimos.
Parafraseando los versos del poeta italiano, dijo Calvino -Italo, no Juan-, …en el universo jamás se pierde nada, y Borges sentenció, Ariosto me enseñó que en la dudosa Luna moran los sueños, lo inasible.
Por eso, tal vez, adoramos a la Luna. Por eso, tal vez, la describen las leyendas, la pintan los pintores, la cantan los poetas, siempre presente, lindera, misteriosa, inasible y plateada. Y mil términos más que asociamos a esa palabra, oscuridad, sombra, tiniebla, soledad, muerte… noche. En la época romántica la filosofía detesta la luz cartesiana, abomina del siglo de las Luces, desprecia el conocimiento ligado a la claridad y la luz, símbolo clásico del racionalismo. En lo irracional, el hombre descubre las virtudes y el poder de las tinieblas. La noche voluptuosa asciende borrándolo todo, incluso la vergüenza nos dijo Baudelaire al final de la jornada. Pero la noche romántica no siempre es pacificadora, no siempre es esperanzadora ni brinda consuelo al afligido. La noche es el cielo negro con su Luna, pero sin aurora a la que esperar.
El 17 de mayo de 1815, entre la enorme producción de canciones de ese año, Franz Schubert compuso el lied An den Mond D 193, una de sus cuatro canciones A la luna. Contaba 18 años cuando la escribió partiendo de un bello poema homónimo de Ludwig Heinrich Christopf Hölty. No debe confundirse con otra canción del mismo nombre escrita unos meses después, An den Mond D 259, una segunda versión completamente distinta inspirado a Johann Wolfgang Goethe por el suicidio de Christiane von Lallberg, una joven que se arrojó al río Ilm, a pocos metros de la casa de campo de Goethe, con un ejemplar del Joven Werther entre sus brazos.
Derrama, querida luna, tu brillo plateado,
A través del verdor de las hayas,
Donde fantasías y formas oníricas
Vuelan siempre tras de mí.
Revélate, para que pueda encontrar el lugar,
Donde mi muchacha se sienta,
Y a menudo, donde el viento de las hayas y los tilos,
Olvida la ciudad dorada.
Revélate, para que pueda disfrutar los arbustos
Que le susurran frescor
Y pueda dejar una corona sobre el prado,
Donde ella escucha el murmullo del arroyo.
Entonces, querida luna, entonces, vuelve a tomar tu velo,
Y llora a tu amigo,
¡Solloza a través de las nubes
Como solloza aquél que ha sido abandonado!