Classical

Pasen sin llamar

Un breve paseo por los hogares de tres eminentes músicos.

A mediados de 1720 Bach regresó con el príncipe Leopold de un viaje al célebre balneario de Karlovy Vary, encontrándose con la triste noticia de que su esposa Maria Barbara había muerto. El compositor no tardó mucho en abandonar la viudez, pues a finales del año siguiente se casaba con Anna Magdalena. Con ella tendría 13 hijos que, sumados a los de su anterior matrimonio, llegarían a la veintena, de los cuales la mitad alcanzó la madurez. Pasen, pasen.

En abril de 1732, la familia se instaló en una vivienda ubicada en el edificio de la escuela de Santo Tomás, colindante con el lado sur de la iglesia del mismo nombre, en Leipzig, donde Bach trabajaría como director musical de las cuatro iglesias de la ciudad. Además de atender a los entre diez y doce hijos que debieron vivir allí, el compositor tenía que mantener la disciplina de los cincuenta y cinco alumnos de la escuela de canto, cuidar que se asearan, vigilar los estudios y las comidas. Su casa debía ser una auténtica jaula de grillos, un ambiente nada propicio para escribir las grandes obras espirituales que le exigían las autoridades: una cantata para cada domingo y fiesta religiosa, con la excepción de los domingos de Cuaresma y los tres últimos de Adviento.

Borodin siempre se ganó la vida como químico, campo en el cual era muy respetado, particularmente por su conocimiento de los aldehídos. Hacia 1862 se casó con Ekaterina Sergeyevna Protopopova, pianista con quien formó un hogar bullicioso y desordenado, a tenor de lo que el maestro Rimski-Korsakov cuenta en su Autobiografía:

Sin contar los alumnos, que no abandonaban aquella casa, esta servía con frecuencia de asilo a los parientes pobres o de paso, que caían enfermos allí e incluso se volvían locos... En los cuatro cuartos de que constaba su piso solían dormir personas extrañas y hasta tal punto que a veces los Borodin se veían obligados a acostarse en divanes o en el suelo. Con frecuencia se daba el caso de que no se podía tocar el piano porque alguien dormía en la habitación de al lado.

Los numerosos gatos de los Borodín paseaban a sus anchas por la mesa, olisqueando los platos de los comensales o saltando en sus regazos… Una vez tuve que apartar a un gato que se dirigía hacia mi plato y Ekaterina procedió a contarnos su vida. En otra ocasión, uno se instaló en el hombro de Borodin, que exclamó, “Oiga, caballero, ¡ha ido demasiado lejos!”, pero el gato no se movió.

Se ha dicho que en El Príncipe Igor, Borodin volcó materia suficiente para desarrollar al menos cinco óperas. De hecho, incorporó a su Segunda Sinfonía varias secciones escritas para su ópera cuando se dio cuenta que había perdido los dos movimientos centrales. No es de extrañar entre tanto desorden.

George Gershwin, uno de los músicos norteamericanos más famosos del siglo XX, nació en la bulliciosa avenida Snedicker de Brooklyn, Nueva York, y en esa ciudad quiso vivir siempre. En 1925, cuando ya había conseguido fama y dos pianos, compró un bloque de viviendas de cinco plantas completo en la calle 103, una vivienda tranquila cerca de Riverside Drive. En ella viviría toda la familia, aunque cada uno en su propio apartamento.

En la planta baja, esa especie de semisótano tan neoyorkino, estaba la cocina y una gran sala con una mesa de billar, a la que más tarde añadió una mesa de ping-pong. Los dos pianos se instalaron en una salita de estar del segundo piso. Gershwin tenía un tercer piano en el quinto piso, donde vivía. Todos juntos, pero no revueltos… aunque a menudo, el maestro debía huir de su propia casa alquilando dos habitaciones en el Hotel Whitehall, a la vuelta de la esquina, en la calle 100 y Broadway, para tener más privacidad.

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