Hace aproximadamente dos mil años, el agrónomo gaditano Lucio Junio Moderato, de sobrenombre Columela, escribió en su tratado De re rustica sobre el cultivo de la vid y los vinos producido en las tierras de Cádiz. Aquellos no eran ni blancos ni generosos, eran vinos tintos más tarde abandonados en el lugar donde habita el olvido. Allí permanecieron hasta finales de los años 80 del pasado siglo, cuando un profundo connoisseur de los vinos franceses, el argelino Marcel Fernández, compró una finca de poco más de seis hectáreas a medio camino entre Villamartín y Arcos de la Frontera. Muchos le tomaron por loco porque como todo el mundo sabía, en Cádiz no se hacían vinos tintos. No debieron considerar el imperecedero aserto que señala a la memoria, el entendimiento y la voluntad como las tres potencias del alma. Hoy existen más de una quincena de bodegas dedicadas a la elaboración de tintos gaditanos.
En realidad, no era la primera vez que se intentaba. Se sabe que en el siglo XIX algunos vinos de Pajarete, denominados así por estar elaborados con uvas rojas de las faldas del Castillo de Matrera o Torre Pajarete, se consumían en las mejores mesas de Francia. Pago del que ya en 1760 hablaba el prestigioso naturista Simón de Rojas Clemente. Y fama que queda patente en la profusión de citas literarias referentes al Pajarete, entre ellas las de Richard Ford, Grimod de La Reynière, Fernán Caballero, Pardo Bazán o Pérez Galdós. Pero hubo que esperar al segundo tercio del siglo XX para recuperar la actividad en una provincia monopolizada por la Palomino Fino, uva blanca muy productiva que caracteriza a los generosos y brandis del Marco de Jerez.
En poco más de una década como Indicación Geográfica Protegida, lo que en principio parecía un milagro se ha consolidado en el panorama vinícola español, encontrándose los vinos tranquilos gaditanos en tercera posición de los vinos de la Tierra, sólo por detrás de los manchegos y los extremeños. Toda una revelación que muestra la potencia del terruño del sur, en el que las condiciones de suelo y el clima se asocian para dotar a estos vinos de personalidad propia. En esta decidida apuesta por recuperar la memoria perdida están comprometidos desde las bodegas jerezanas de mayor tradición y prestigio hasta una nueva generación de jóvenes enólogos formados en la Universidad de Cádiz. En este campo heterogéneo, todos batallan con honestidad por darle un sentido al presente recuperando lo mejor de la viticultura y la enología de antaño con los conocimientos y la experiencia de hoy. Iluminados por ese presente han apostado por una revolución resumida en una palabra clave, diversificación, tanto tanto en las zonas de plantación y en las variedades de uva como en la innovación en nuevas técnicas de vinificación que han potenciado tanto la calidad del proceso empleado como del producto obtenido.
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