Fue una tarde de hace dos semanas. Pau y su hija Daniela que no llega a los 20 meses, nos invitaron a pasar la tarde con ellas. Con ellas y con Antonio y Grumpi, un basset hound que Teresa prefería tener a cierta distancia.
Merendaron juntas repartiéndose la atención de Mickey entre bocado y bocado hasta el último, que fue el que nos predispuso a todas camino del cuarto de juegos.
No faltaba detalle: peluches, marionetas, cubo de actividades, rayuela musical, pegatinas de pared, cuentos y música, que eso nunca debe faltar. Y a pesar de todo, quiero decir que aunque había mil cosas con las que entretenerse y las pegatinas fueron todo un éxito, hubo algo, una cosa con la que Teresa se emocionó.
El carrito. Un carrito, sí, el típico, el de toda la vida, adaptado a su tamaño con el que no paraba de dar vueltas metiendo dentro cosas desproporcionadas, pero con las que se la veía disfrutar muchísimo.
Al día siguiente fui a por uno. Y no, no penséis que le consiento mucho, porque la verdad es que ni Jorge ni yo hemos querido llenar su habitación de juguetes, pero llevaba una semana superando algunas pruebas de esas que siendo niño son todo un triunfo, y me pareció una buena forma de decirle “bien por haberlo conseguido”.
Y no sabéis cómo fue. Su cara de felicidad, su sonrisa, sus ganas de cogerlo. Y ahora le encanta poner cualquier cosa dentro y sacarlo a pasear. Lo mismo un libro, que un perro, que uno de sus “nenes”.
Y cuando la veo con ese brío y esa velocidad, tan segura, tan feliz. Sabiendo qué ruta seguir, hasta dónde llegar, y corregir cuando las ruedas toman su propio rumbo, pienso en los caminos, en los míos, en los nuestros y en la clarividencia de Vicente Fernández con su “rodar y rodar” y ese “no hay que llegar primero pero hay que saber llegar”.