En mi colegio no se celebraban los carnavales. No nos disfrazábamos. No festejábamos. Quizás que fuera religiosos tenía que ver. Pero sólo quizás.
De todas formas los vestidos de caperucita, de princesa, o de hawaiana, formaron parte de mi infancia, gracias a mi madre. Algunos confeccionados por ella, otros no, y todos puestos en las fiestas de sus colegios, donde ella impartía clase, y donde yo, “la hija de la profe”, siempre tenía cierto protagonismo.
No creáis que son recuerdos muy vivos. Son más bien como piezas de un puzle que completan las fotos, y las anécdotas que con el tiempo, se han ido cargando de cierta ternura.
Y esa sensación, la de la niña disfrazada, divirtiéndose y con la cara pintada, reapareció esta semana. De lunes a viernes he estado en un constante evocar de perenne sonrisa, que esta vez protagonizaba Teresa.
En su guardería, cada día un personaje. Pero no el disfraz completo. No. Más bien era un juego de elementos y pintura, en el que la disfrazamos de payaso, de pirata (con pañuelo y parche), de indio, de chinita y de Minnie Mouse. Hasta que llegó el día del festival.
Fue ayer. Viernes. Cuatro de la tarde. Y al igual que en el de Navidad, a esa hora la puerta de la guardería era un hervidero de padres con vocación de fotógrafos y alma de film maker. La temática: la climatología. Su disfraz: de sol. El suyo y el de toda su clase.
Soles radiantes, amarillos, con ojos, pestañas, cejas, narices y bocas sonrientes, que a ritmo de samba y palmas acompasadas, nos deslumbraban a todos, y a mí además, me devolvían a otros tiempos, a otros lugares, con otras personas, y sin embargo la misma mirada, la que tenía ella, la que yo tuve.
*Ilustración de Delphine Delas.