Los giros siempre se suponen como retos. El de adaptarte a las nuevas circunstancias, el de sentir que vas por el buen camino, el de convertir en cotidiano lo desconocido, y así podríamos hacer una de esas interminables listas. Normalmente llena de cosas buenas, porque retarse siempre lo es.
Y un cambio de ciudad es un reto. Un reto mayúsculo, sobre todo si nos centramos en cuestiones burocráticas y logísticas. O lo que es lo mismo: búsqueda de piso, empadronamiento, reconocimiento de nuevos lugares comunes, organización de mudanza, instalación en la nueva casa, búsqueda de guardería, y mucha, mucha exploración.
Nada imposible pero sí muy agotador. Las últimas dos semanas lo han sido, no sólo por todo eso que se presupone, sino además por haber estado tanto tiempo lejos de Teresa. Que no siendo la primera vez, las sensaciones son iguales o más intensas que las que experimenté hace ya meses.
¿Lo mejor? La sensación de ir cumpliendo objetivos, de encontrar el equilibrio en todos esos cambios, y descubrir más confianza en cada paso.
Dice un dicho que “la distancia es al amor lo que el viento al fuego: apaga el pequeño, pero aviva el grande”, y ahí estamos, en pleno avivar. Asumiendo las consecuencias de estas nuevas direcciones y familiarizándome con ese echar de menos, que siendo una constante nunca resulta ser igual .
Así que continuar es la clave. En general lo es, porque además de reto es renovación que hace lucir sonrisa, y no debemos olvidar, que sonriendo todo es más fácil.