El primer contacto de Teresa con los Reyes Magos no fue muy prometedor. Fue en la guardería. Una visita exprés con regalo, que estuvo acompañado de un llanto hondo, ahogado, continuo, que empezó cuando descubrió que quien la tenía en brazos era un hombre de larga y poblada barba blanca. Su mirar atrás y descubrir a aquel Melchor enmarañado le debió resultar inquietante.
Y después no había forma. Ni al bueno de Baltasar le dejaba que le chistara. Así que no sabemos cómo reaccionará hoy, día de cabalgata, con tanto bullicio, camellos y demás familia.
Una duda nos asalta y es la de ir a recibir a los Reyes a su llegada al muelle, que aquí en Gran Canaria es una tradición. Suena el tronar del barco en su aproximación y todos los niños están allí expectantes, nerviosos, felices. Y quizás así viéndoles venir del mar, en su barco con parafernalia de globos, confetis y séquito de pajes, lo sienta ella menos abrupto.
De cualquier forma no queremos forzar, porque la cosa es que disfrute con la sorpresa, con la ilusión de abrir sus regalos, con el sentimiento general de dar y recibir. Y todo lo que envuelve su llegada, la de los tres magos de Oriente.
En casa tenemos dos costumbres. Una es la de estrenar pijama, que yo creo que debió instaurarse por aquello de las fotos mañaneras. Un decir “que sí que saldremos despeinados y con los ojos hinchados, pero nadie podrá decir ni mú de nuestra indumentaria.”
Y otra es la de ponerle un tentempié de bienvenida a los Reyes y a sus camellos. Una bandeja de plata con tres cuencos de agua con gofio, polvorones varios y un traguito de no sé muy bien qué licor, para que sus majestades repongan fuerzas.
Y así lo que para mí hasta ahora habían sido recuerdos de infancia, con la ayuda de los que fueron mis Reyes, Jorge y yo se los transmitiremos a Teresa, en esa noche de magia y de primeras mariposas en el estómago.